martes, 23 de abril de 2013

Días de asueto



Días de asueto
Por J.P. Medina

La brisa cálida de un pueblo en festejo sopló suavemente a través de su vestido floreado. Desde ahí podía verlo todo, la luz de los faroles parpadeando sobre el empedrado, las personas caminando entre los puestos de comida frita y hasta los fuegos artificiales que se abrían paso entre las pecas blancas del cielo nocturno. Lo podía ver todo, excepto aquello que había venido a buscar desde tan lejos.  
            Carolina suspiró. Sacó del bolsillo un papelito arrugado y tachó un nombre de la lista. El nombre de ese pueblo. El viento arremetió de repente y la empujó a la entrada de la iglesia. Estornudó con fuerza y se limpió la nariz con un pañuelo.
            -Ya será mañana… -murmuró. Entonces bajó las escaleras y se dirigió al hotel, sin darse cuenta de que, desde los cuerpos cercanos que corrían con mascaras en la cabeza, un hombre la observaba alejarse de la fiesta.
            La chica, frágil desde cualquier ángulo, entró a su habitación dejando la chaqueta al borde de una silla y tumbándose boca arriba sobre su cama. Se frotó los ojos, esas dos pequeñas canicas de diferente color una de la otra. Estaba cansada, más de lo usual. No había disfrutado de sus vacaciones desde que salió de la oficina el lunes pasado. Pero no había tiempo para eso, pensaba nerviosa, tenía que encontrarlo porque se agotaban las opciones y cada día estaba más enferma, más débil y más delicada.
            -Es culpa de esta atmósfera. Seguramente no somos compatibles con los elementos que le componen.
            De repente se volvió a entusiasmar y corrió a buscar el mapa en su maleta. Unas grandes equis cruzaban los puntos antes recorridos. Hace dos días, cuando estuvo cerca del mar, sintió que el calor de las vacaciones de verano iba a derretirla. Ahí, en medio del tumulto de extranjeros albinos que estaban fascinados con las playas del atlántico, se haría charco y todos pasarían por encima de ella. Ahí no estaba lo que buscaba.
            Después, entre los pinos altos que alcanzaban el cielo, Caro estuvo sufriendo con las redadas de mosquitos que se alimentaban de su sangre, aunque eso no la desanimó. Subió arboles, escavó en la tierra y se paró entre las decenas de campistas con la postura de un salvavidas de alberca. Pero no, tampoco ahí lo había encontrado.
            El pueblo estaba cerca, pero no contaba con la feria de Santa Isabelina, patrona de los objetos perdidos. Con tanta gente no había forma de ponerse a trabajar, así que cuando vio que el templo se erguía al pico de la colina decidió buscar suerte desde ahí. Sin embargo, como ya antes se ha mencionado, salvo algunas estrellas que le ocasionaron nostalgia, no halló nada.
            Sólo le quedaba un lugar más donde buscar, pensaba ella jugando con una pequeña nave espacial de plástico. Pero ya sería mañana, porque con el escurrimiento nasal y las ojeras bastante pronunciadas esa noche no podría hacer nada. Así que durmió y soñó. Soñó con su madre, la mujer que nunca conoció, pues se fue cuando apenas había nacido. Después con su padre, quien le había dicho que ella se había ido al cielo y que cuando también él desapareció, Caro pensó que se había ido a acompañar a su progenitora.
            Fue durante una noche, en el orfelinato, cuando viendo una película de ovnis y especies alienígenas se dio cuenta a que se refería su padre. Ella no era de este planeta. Si, seguro era eso. ¿De qué otra forma una persona normal llegaría al cielo? Así es como, después de algunos años y cuando salió por fin al mundo exterior, decidió que necesitaba encontrar una nave espacial que la llevara con ellos.  
            Tardó mucho en recordar todos los lugares a los que había ido acompañada de su padre cuando era niña. Como no salían mucho a causa del estado delicado que la afligía, la lista resultó ser breve. Entonces, cuando llegaron las vacaciones, tomó las llaves del coche y salió a cumplir con su destino.
            El mañana llegó temprano para Caro, cuando el color turquesa de la madrugada coloreaba los tejos de las casitas de asbesto. A pesar de las festividades, las personas se levantaron temprano y ya estaban cumpliendo los mandados. Caro, al dar una vuelta en una de las angostas calles del centro, sintió de repente un escalofrío desde la parte trasera del coche. Miró al retrovisor. Un hombre en traje negro y gafas oscuras la observaba desde el asiento de una motocicleta.
            -Me descubrieron –pensó ella mordiéndose el labio inferior. Pero no iban a atraparla tan fácilmente. Movió con destreza la palanca de velocidades y se hizo paso a través de la gente, que saltaba a las cajas de fruta y verdura recién cosechada. El hombre en motocicleta también aceleró y comenzó así la persecución.
            Unos minutos después Carolina hacía proezas en la carretera con tal de despistar al insistente perseguidor. Tomaba prestado el sentido contrario y trataba de escabullirse entre los camiones de pasajeros y las camionetas cargadas. Hasta el pequeño juguete de plástico salió volando de la guantera donde estaba guardado. Sin embargo, el hombre de traje era aún más escurridizo. Podía pasar fácilmente entre las grietas de los autos en movimiento y era muy hábil en ello. Pero no importaba, porque la pequeña fémina se sabía un atajo difícil de seguir si no es sobre un automóvil. Derrapó bruscamente y giró hasta un diminuto camino de tierra que se perdía a lo lejos del paraje rural. Cuando por fin pudo estabilizar el vehículo, miró por el espejo y se rió orgullosa al notar que el hombre había caído entre el pasto y las rocas sueltas. Había ganado.
            Era ya medio día cuando Carolina se detuvo a orillas del lago. Aquel había sido el último lugar donde había visto a su padre, por lo que estaba segura de que ahí se encontraría la nave que la llevaría a casa. Por fin a casa.
            Pasaron las horas, un tractor allá a lo lejos trabajaba sobre los campos de maíz pero era apenas un zumbido que se perdía entre el canto de las aves y la brisa veraniega que levantaba el pasto de la llanura como fueran olas. Después de buscar sin descanso y de peinar por completo la zona, Caro se había quedado sin pistas. Estuvo un largo rato de pie, a la mitad del verde de aquella pintura, observando el lago en calma. Ni siquiera se dio cuenta de que el hombre del que venía huyendo ya la había alcanzado, y estaba sin decir nada mirándole la espalda, el cabello negro alborotado por las prisas, las manitas blancas temblando y haciendo nudos con los dedos y el vestido floreado que seguía el ritmo del pasto con el viento.
            -Oye, Caro –exclamó entonces. La mujer volvió sorprendida y dio un paso para atrás. Sus ojos, que tenían un color distinto al otro, de repente parecieron hacerse más pequeños. La dama se tumbó sobre sus rodillas y estiró las manos en señal de rendición. Como si esperara a ser arrestada.
            -Me rindo.
            -Oye, oye, soy yo, Pablo –el muchacho se quitó las gafas oscuras y se sentó en cuclillas frente a ella, esbozando la mejor de sus sonrisas-. ¿Qué estás haciendo aquí tu sola?
            Caro, cuando por fin lo reconoció, soltó el llanto y se lanzó a sus brazos. Hablaba con el moco suelto, balbuceando y sin formular perfectamente las palabras. No obstante, y a pesar de todo esto, Pablo logró entender todo. Minutos después, cuando ya no había más que llorar, el joven le puso la mano sobre la cabeza y dijo:
            -Tranquila. Me preocupé cuando salí del trabajo y no te encontré en casa. Regrese a la funeraria y le pedí prestado la motocicleta a un compañero. Por eso no me reconociste, lamento si te asusté –fue explicando, consolándola-. Ven, volvamos a casa. Podemos intentarlo otra vez el año que viene.
            Casa, su casa, pensaba Caro. Si, quería volver a ella. Se enjuagó entonces las lágrimas y se disculpó. Por todos los problemas y también por haberle dejado la camisa llena de mocos. Pablo se rió un momento y se pusieron de pie.
            Llegaron al carro y metieron la motocicleta entre los asientos traseros y la cajuela. Pablo se puso al volante y se colocó el cinturón.
            -¿Estas lista? –ella sonrió ya más calmada. Miró al lago que se encontraba tras ellos y asintió. –Bien, porque aún son vacaciones. Podemos pasar al centro de video y rentar unas cuantas películas de esas que te gustan tanto.
            El automóvil regresó al camino de tierra y se alejaron despacio del último paraje de la lista.
            La noche llegó. La oscuridad devoró las recias aguas del cuerpo acuífero; pero, sobre una pequeña cruz de madera que yacía perdida a las faldas del lago, un pequeño juguete brillaba con luces de colores, junto a unas cuantas flores recién cortadas.


lunes, 22 de abril de 2013

Vacaciones



Vacaciones
Por J.P. Medina 

Como tenía un ojo de un color y otro de otro, además de que podía doblar los pulgares como si pareciera que se desprendían de sus manos, la pequeña Caro se sentía diferente a los demás niños de la casona. Y, como se sentía diferente a ellos, creía que tal vez no era de este mundo.
            Esto se le aclaró después de ver una película de extraterrestres en la televisión. Desde entonces se escabullía cada noche de su cama, cuidando de no despertar a las otras niñas, y se ponía a ver la tele en la salita con una cobija encima, para camuflarse por si de repente llegara uno de los adultos. Muchos de los extraterrestres de las películas eran de colores, con deformaciones extrañas, pero algunos tenían apariencia humana con pequeñas diferencias físicas a la de los demás. Tal como pasaba con ella.
            Cuando llegaban de la escuela, Caro se ponía a dibujar alienígenas en su cuaderno de matemáticas y cuando algunos de los niños la molestaban por ello, inmediatamente los amenazaba con desintegrarlos con su rayo láser que podía disparar de los ojos. Por supuesto, gracias a ello los otros se burlaban de ella. E incluso le pusieron un apodo: la E.T.
            En su cumpleaños, una de las señoras de la casona le regaló un pequeño juguete con forma de nave espacial. Carolina se la pasó estudiando el objeto volador por días, haciendo dibujos y bocetos, y mirando en sus libros de geografía datos sobre el espacio exterior. Estaba segura de que algún día encontraría su nave espacial para volver a su planeta, con sus padres.
            Un día de vacaciones, Braulio, que era mayor que ella y además algo bruto, le arrebató a Caro su juguete y no se lo quería devolver. Los otros niños solo los veían y se reían de los ojos de colores de la pequeña que estaban a punto de llorar. Ella, convencida de que era una extraterrestre, aprovechó que empezaba a moquear por el llanto y se limpió la nariz con la mano, acercándosela después a Braulio. Lo amenazó diciéndole que era moco alienígeno y que era altamente peligroso para los humanos. Como este no hizo caso, Caro se los embarró y él, furioso, la empujó al suelo.
            Caro comenzó a llorar con fuerza y sus compañeritos ya sentían dolor de estómago de tanto burlarse. En ese momento llegó Pablo, otro niño que tenía más o menos la edad de Braulio, y empujó así al bravucón también al suelo.
            -¡Miren todos! ¡Es el novio de la E.T.! –exclamó Braulio poniéndose de pie y dirigiéndose a su público infantil-. ¿Tú también eres un extraterrestre? ¿Y se dan besitos?
            -No, yo no soy eso –contestó Pablo sonriente-. ¡Yo soy un zombie!
            En ese momento se arrojó en contra de Braulio y le mordió con fuerza el brazo. Este chilló y salió corriendo a la casona. Pablo, el zombie, se volvió a los otros niños y gritó pidiendo cerebros. El patio se quedó vacío después de esto. Los niños gritaban horrorizados mientras luchaban por entrar al mismo tiempo a la casona. Pablo le dio las manos a Caro y la ayudó a ponerse de pie. La niña se enjuagó las lágrimas en su blusa y se frotó los ojos. Le preguntó a Pablo si realmente era un zombie y este le contestó que sí, pero que solo comía cerebros de los niños tontos, porque son más ricos. Ambos rieron y a partir de entonces se hicieron muy buenos amigos, hasta el punto de prometerse que encontrarían la nave espacial en la que llegó Caro, para que finalmente pudiera regresar a casa.