martes, 23 de abril de 2013

Días de asueto



Días de asueto
Por J.P. Medina

La brisa cálida de un pueblo en festejo sopló suavemente a través de su vestido floreado. Desde ahí podía verlo todo, la luz de los faroles parpadeando sobre el empedrado, las personas caminando entre los puestos de comida frita y hasta los fuegos artificiales que se abrían paso entre las pecas blancas del cielo nocturno. Lo podía ver todo, excepto aquello que había venido a buscar desde tan lejos.  
            Carolina suspiró. Sacó del bolsillo un papelito arrugado y tachó un nombre de la lista. El nombre de ese pueblo. El viento arremetió de repente y la empujó a la entrada de la iglesia. Estornudó con fuerza y se limpió la nariz con un pañuelo.
            -Ya será mañana… -murmuró. Entonces bajó las escaleras y se dirigió al hotel, sin darse cuenta de que, desde los cuerpos cercanos que corrían con mascaras en la cabeza, un hombre la observaba alejarse de la fiesta.
            La chica, frágil desde cualquier ángulo, entró a su habitación dejando la chaqueta al borde de una silla y tumbándose boca arriba sobre su cama. Se frotó los ojos, esas dos pequeñas canicas de diferente color una de la otra. Estaba cansada, más de lo usual. No había disfrutado de sus vacaciones desde que salió de la oficina el lunes pasado. Pero no había tiempo para eso, pensaba nerviosa, tenía que encontrarlo porque se agotaban las opciones y cada día estaba más enferma, más débil y más delicada.
            -Es culpa de esta atmósfera. Seguramente no somos compatibles con los elementos que le componen.
            De repente se volvió a entusiasmar y corrió a buscar el mapa en su maleta. Unas grandes equis cruzaban los puntos antes recorridos. Hace dos días, cuando estuvo cerca del mar, sintió que el calor de las vacaciones de verano iba a derretirla. Ahí, en medio del tumulto de extranjeros albinos que estaban fascinados con las playas del atlántico, se haría charco y todos pasarían por encima de ella. Ahí no estaba lo que buscaba.
            Después, entre los pinos altos que alcanzaban el cielo, Caro estuvo sufriendo con las redadas de mosquitos que se alimentaban de su sangre, aunque eso no la desanimó. Subió arboles, escavó en la tierra y se paró entre las decenas de campistas con la postura de un salvavidas de alberca. Pero no, tampoco ahí lo había encontrado.
            El pueblo estaba cerca, pero no contaba con la feria de Santa Isabelina, patrona de los objetos perdidos. Con tanta gente no había forma de ponerse a trabajar, así que cuando vio que el templo se erguía al pico de la colina decidió buscar suerte desde ahí. Sin embargo, como ya antes se ha mencionado, salvo algunas estrellas que le ocasionaron nostalgia, no halló nada.
            Sólo le quedaba un lugar más donde buscar, pensaba ella jugando con una pequeña nave espacial de plástico. Pero ya sería mañana, porque con el escurrimiento nasal y las ojeras bastante pronunciadas esa noche no podría hacer nada. Así que durmió y soñó. Soñó con su madre, la mujer que nunca conoció, pues se fue cuando apenas había nacido. Después con su padre, quien le había dicho que ella se había ido al cielo y que cuando también él desapareció, Caro pensó que se había ido a acompañar a su progenitora.
            Fue durante una noche, en el orfelinato, cuando viendo una película de ovnis y especies alienígenas se dio cuenta a que se refería su padre. Ella no era de este planeta. Si, seguro era eso. ¿De qué otra forma una persona normal llegaría al cielo? Así es como, después de algunos años y cuando salió por fin al mundo exterior, decidió que necesitaba encontrar una nave espacial que la llevara con ellos.  
            Tardó mucho en recordar todos los lugares a los que había ido acompañada de su padre cuando era niña. Como no salían mucho a causa del estado delicado que la afligía, la lista resultó ser breve. Entonces, cuando llegaron las vacaciones, tomó las llaves del coche y salió a cumplir con su destino.
            El mañana llegó temprano para Caro, cuando el color turquesa de la madrugada coloreaba los tejos de las casitas de asbesto. A pesar de las festividades, las personas se levantaron temprano y ya estaban cumpliendo los mandados. Caro, al dar una vuelta en una de las angostas calles del centro, sintió de repente un escalofrío desde la parte trasera del coche. Miró al retrovisor. Un hombre en traje negro y gafas oscuras la observaba desde el asiento de una motocicleta.
            -Me descubrieron –pensó ella mordiéndose el labio inferior. Pero no iban a atraparla tan fácilmente. Movió con destreza la palanca de velocidades y se hizo paso a través de la gente, que saltaba a las cajas de fruta y verdura recién cosechada. El hombre en motocicleta también aceleró y comenzó así la persecución.
            Unos minutos después Carolina hacía proezas en la carretera con tal de despistar al insistente perseguidor. Tomaba prestado el sentido contrario y trataba de escabullirse entre los camiones de pasajeros y las camionetas cargadas. Hasta el pequeño juguete de plástico salió volando de la guantera donde estaba guardado. Sin embargo, el hombre de traje era aún más escurridizo. Podía pasar fácilmente entre las grietas de los autos en movimiento y era muy hábil en ello. Pero no importaba, porque la pequeña fémina se sabía un atajo difícil de seguir si no es sobre un automóvil. Derrapó bruscamente y giró hasta un diminuto camino de tierra que se perdía a lo lejos del paraje rural. Cuando por fin pudo estabilizar el vehículo, miró por el espejo y se rió orgullosa al notar que el hombre había caído entre el pasto y las rocas sueltas. Había ganado.
            Era ya medio día cuando Carolina se detuvo a orillas del lago. Aquel había sido el último lugar donde había visto a su padre, por lo que estaba segura de que ahí se encontraría la nave que la llevaría a casa. Por fin a casa.
            Pasaron las horas, un tractor allá a lo lejos trabajaba sobre los campos de maíz pero era apenas un zumbido que se perdía entre el canto de las aves y la brisa veraniega que levantaba el pasto de la llanura como fueran olas. Después de buscar sin descanso y de peinar por completo la zona, Caro se había quedado sin pistas. Estuvo un largo rato de pie, a la mitad del verde de aquella pintura, observando el lago en calma. Ni siquiera se dio cuenta de que el hombre del que venía huyendo ya la había alcanzado, y estaba sin decir nada mirándole la espalda, el cabello negro alborotado por las prisas, las manitas blancas temblando y haciendo nudos con los dedos y el vestido floreado que seguía el ritmo del pasto con el viento.
            -Oye, Caro –exclamó entonces. La mujer volvió sorprendida y dio un paso para atrás. Sus ojos, que tenían un color distinto al otro, de repente parecieron hacerse más pequeños. La dama se tumbó sobre sus rodillas y estiró las manos en señal de rendición. Como si esperara a ser arrestada.
            -Me rindo.
            -Oye, oye, soy yo, Pablo –el muchacho se quitó las gafas oscuras y se sentó en cuclillas frente a ella, esbozando la mejor de sus sonrisas-. ¿Qué estás haciendo aquí tu sola?
            Caro, cuando por fin lo reconoció, soltó el llanto y se lanzó a sus brazos. Hablaba con el moco suelto, balbuceando y sin formular perfectamente las palabras. No obstante, y a pesar de todo esto, Pablo logró entender todo. Minutos después, cuando ya no había más que llorar, el joven le puso la mano sobre la cabeza y dijo:
            -Tranquila. Me preocupé cuando salí del trabajo y no te encontré en casa. Regrese a la funeraria y le pedí prestado la motocicleta a un compañero. Por eso no me reconociste, lamento si te asusté –fue explicando, consolándola-. Ven, volvamos a casa. Podemos intentarlo otra vez el año que viene.
            Casa, su casa, pensaba Caro. Si, quería volver a ella. Se enjuagó entonces las lágrimas y se disculpó. Por todos los problemas y también por haberle dejado la camisa llena de mocos. Pablo se rió un momento y se pusieron de pie.
            Llegaron al carro y metieron la motocicleta entre los asientos traseros y la cajuela. Pablo se puso al volante y se colocó el cinturón.
            -¿Estas lista? –ella sonrió ya más calmada. Miró al lago que se encontraba tras ellos y asintió. –Bien, porque aún son vacaciones. Podemos pasar al centro de video y rentar unas cuantas películas de esas que te gustan tanto.
            El automóvil regresó al camino de tierra y se alejaron despacio del último paraje de la lista.
            La noche llegó. La oscuridad devoró las recias aguas del cuerpo acuífero; pero, sobre una pequeña cruz de madera que yacía perdida a las faldas del lago, un pequeño juguete brillaba con luces de colores, junto a unas cuantas flores recién cortadas.


lunes, 22 de abril de 2013

Vacaciones



Vacaciones
Por J.P. Medina 

Como tenía un ojo de un color y otro de otro, además de que podía doblar los pulgares como si pareciera que se desprendían de sus manos, la pequeña Caro se sentía diferente a los demás niños de la casona. Y, como se sentía diferente a ellos, creía que tal vez no era de este mundo.
            Esto se le aclaró después de ver una película de extraterrestres en la televisión. Desde entonces se escabullía cada noche de su cama, cuidando de no despertar a las otras niñas, y se ponía a ver la tele en la salita con una cobija encima, para camuflarse por si de repente llegara uno de los adultos. Muchos de los extraterrestres de las películas eran de colores, con deformaciones extrañas, pero algunos tenían apariencia humana con pequeñas diferencias físicas a la de los demás. Tal como pasaba con ella.
            Cuando llegaban de la escuela, Caro se ponía a dibujar alienígenas en su cuaderno de matemáticas y cuando algunos de los niños la molestaban por ello, inmediatamente los amenazaba con desintegrarlos con su rayo láser que podía disparar de los ojos. Por supuesto, gracias a ello los otros se burlaban de ella. E incluso le pusieron un apodo: la E.T.
            En su cumpleaños, una de las señoras de la casona le regaló un pequeño juguete con forma de nave espacial. Carolina se la pasó estudiando el objeto volador por días, haciendo dibujos y bocetos, y mirando en sus libros de geografía datos sobre el espacio exterior. Estaba segura de que algún día encontraría su nave espacial para volver a su planeta, con sus padres.
            Un día de vacaciones, Braulio, que era mayor que ella y además algo bruto, le arrebató a Caro su juguete y no se lo quería devolver. Los otros niños solo los veían y se reían de los ojos de colores de la pequeña que estaban a punto de llorar. Ella, convencida de que era una extraterrestre, aprovechó que empezaba a moquear por el llanto y se limpió la nariz con la mano, acercándosela después a Braulio. Lo amenazó diciéndole que era moco alienígeno y que era altamente peligroso para los humanos. Como este no hizo caso, Caro se los embarró y él, furioso, la empujó al suelo.
            Caro comenzó a llorar con fuerza y sus compañeritos ya sentían dolor de estómago de tanto burlarse. En ese momento llegó Pablo, otro niño que tenía más o menos la edad de Braulio, y empujó así al bravucón también al suelo.
            -¡Miren todos! ¡Es el novio de la E.T.! –exclamó Braulio poniéndose de pie y dirigiéndose a su público infantil-. ¿Tú también eres un extraterrestre? ¿Y se dan besitos?
            -No, yo no soy eso –contestó Pablo sonriente-. ¡Yo soy un zombie!
            En ese momento se arrojó en contra de Braulio y le mordió con fuerza el brazo. Este chilló y salió corriendo a la casona. Pablo, el zombie, se volvió a los otros niños y gritó pidiendo cerebros. El patio se quedó vacío después de esto. Los niños gritaban horrorizados mientras luchaban por entrar al mismo tiempo a la casona. Pablo le dio las manos a Caro y la ayudó a ponerse de pie. La niña se enjuagó las lágrimas en su blusa y se frotó los ojos. Le preguntó a Pablo si realmente era un zombie y este le contestó que sí, pero que solo comía cerebros de los niños tontos, porque son más ricos. Ambos rieron y a partir de entonces se hicieron muy buenos amigos, hasta el punto de prometerse que encontrarían la nave espacial en la que llegó Caro, para que finalmente pudiera regresar a casa. 

sábado, 8 de septiembre de 2012

El Expreso de la Mujer Desnuda [+18]


El Expreso de la Mujer Dormida
Por J.P. Medina

      Cuando el reloj da las tres y cinco de la tarde, Inés ya se encuentra sentada sobre el pasto, jugando con una margarita entre sus dedos y mirando de reojo hacia las vías de acero que cruzan todo el campo desde el horizonte de verdes prados hasta más allá de las desgastadas montañas del norte; mientras pasa con los dedos la historia de María, de Jorge Isaacs y se acomoda los lentes con elegancia. 
      Por nada en el mundo ha faltado ella a esa diversión suya de esperar al ferrocarril vespertino que hace temblar a las flores a su alrededor. 
      No sabe exactamente qué es lo que puede llevar en sus adentros, pero suele imaginarse, día con día, que trae consigo un cargamento de increíbles tesoros y artefactos mágicos, desconocidos para todos menos para Inés. Se imagina también que aquella fachada de tren, corrida y desgastada, es sólo el uniforme predispuesto de un enorme ciempiés que lleva en sus espaldas a viejos gnomos tristes, hadas de alas rotas, sirenas de voz perdida, princesas reponiendo el corazón y caballeros sin caballería. 
      De lo que ella está completamente segura es que aquel ferrocarril es la única conexión entre su mundo, aburrido, abandonado y solitario, y un majestuoso reino de cielos color turquesa y faroles que iluminan las fantásticas estructuras perdidas en la infinidad de las alturas con un hermoso violeta brillante.
      -Algún día subiré en él- piensa ella, cuando el sonido de precaución se dispara desde la luz roja del semáforo y la barrera elevada cae con mucho cuidado para evitar el paso entre el camino de tierra y los rieles de acero. 
      Entonces mira al horizonte, en dirección a donde el sol busca refugio muy lentamente, y ve aparecer aquel humo blanco que se eleva por la chimenea entre la bruma del espejismo. Se levanta apresurada de su cama de flores y corre feliz a la barrera ya baja para estar cerca de aquel sueño de un mundo más allá del suyo. El ferrocarril cruza frente a sus ojos y la brisa le arrastra la falda señalando la cabina que ya desaparece al otro lado del vaivén. 
      Solo le bastan cinco minutos de aquel maravilloso espectáculo para ser feliz el resto del día. Por cinco minutos puede sentirse tan cerca de aquellos seres mágicos que, si se esfuerza, puede tocarlos a través de la muralla de fuertes vientos cuando la melodía de acero sobre los rieles pasa por unos instantes. Entonces, despidiéndose de su amigo el gran ciempiés, recoge la canasta llena de frutas y libros del suelo, se seca el sudor de la frente con el brazo libre y se pierde ella también al final del camino de tierra, donde un bosque de arboles delgados coronan los cielos con sus hojas alborotadas. 
      Ahí, en medio de aquella nada de melodías aviarias y murmullos de hojas secas, Inés gusta de sumergirse en un lago escondido; dejándose las ropas aparte para abrazar la calma del agua serena con su cuerpo desnudo. Se suelta el cabello, negro y abultado, sumerge poco a poco la piel blanquecina al gran espejo profundo y termina por cerrar los bellos ojos castaños solo por un momento mientras se acostumbra al temple de su estanque.
      En ocasiones, si el tiempo es bueno, los peces salen a recibirla acariciando sus piernas y aquella mujer, divertida como solo ella, acepta un desafío sin pronunciar y nada en círculos persiguiendo a sus compañeros de natación. Con distinción y gracia, con belleza y travesura.
      Pasado un rato, el cielo anaranjado le indica que es hora de volver a casa. Se viste sin prisa y camina entre las piedras siguiendo un camino inexistente que ella conoce muy bien. En poco tiempo llega hasta el pueblo y se pone a danzar entre las calles en ruinas tarareando una canción que ha inventado o que ha escuchado alguna vez pero que ahora ya no recuerda de donde. 
      Va hasta la biblioteca y coloca los libros de la canasta en uno de los estantes a medio llenar. Toma un par de libros más del suelo, donde yacen acumulando polvo en una pila triste, y se acomoda los lentes para apreciar con más detalle las imperfecciones de las portadas. Cuando encuentra uno que le llame la atención lo mete en la canasta y sale contenta mordiendo un durazno. Regresa al pueblo y se imagina a la gente de su literatura recorrer contenta las calles, pero hace mucho tiempo que vio al último de los hombres desaparecer entre la cortina de humo y hollín y a olvidado cómo sería estar con un semejante. Sólo le queda la imaginación y su tren vespertino para sentirse acompañada.
      Ya en casa, Inés se cambia de ropa por una más cómoda y se mete a la cama envolviéndose el cuerpo con las sábanas limpias; desde la punta de los pies hasta la parte alta del pecho. Toma el libro del canasto y empieza una vez más la lectura que espera la pueda sacar de su pueblo fantasma; hasta que los parpados le pesan y se queda profundamente dormida, con una sonrisa en el rostro y el libro abrazándole el vientre desnudo ya de las cálidas sábanas.
      El último día de verano, sin embargo, el tren no llegó a las tres y cinco como estaba siempre estipulado. Al contrario de ello, llegó con un retraso de diez minutos e iba a paso de peatón. Sin la necesidad de correr, como era su costumbre, Inés se acercó al barandal un poco preocupada por su amigo el gran ciempiés. Justo en aquella intersección de su mundo con el otro, las ruedas del ferrocarril giraron cada vez más despacio hasta que al final se detuvieron. Todo en aquel pequeño prado se quedó en silencio ante la bestia que enmudecía.
      Inés, sin dudarlo, se atrevió al tener aquella oportunidad de oro frente a ella. Con uno de sus libros abrazado al pecho Inés se agachó para cruzar la barrera baja y sentir el metal caliente en la palma de su mano. Cerró los ojos y sintió que el corazón de aquella bestia se detenía entre sus dedos, exhausto de todas las carreras diarias que tenía que hacer de un lugar a otro. 
      -Pobrecillo, no te dejan descansar ¿Verdad?- exclamó la joven aventurera consolando al uniformado mientras buscaba la entrada.
      Un eco sordo recorrió el vagón cuando Inés abrió la puertecilla de metal. El interior era igual al pueblo que descansaba al pie de su casita en la colina, triste y sin un alma que llenara los asientos carcomidos por los años. Tenía también las cortinas rasgadas y los pasillos abandonados. No había hadas ni sirenas, pero si luciérnagas de polvo que flotaban a su alrededor como para reconocerla entre la soledad de un ferrocarril sin vida. Inés no se desanimó, al contrario, caminó por los pasillos con una sonrisa compasiva, tierna y cariñosa, pasando los suaves dedos por los asientos empolvados. 
      De repente, la puerta al otro lado del vagón se abrió de golpe y un muchacho, joven como ella, apareció de entre las sombras. Inés se llevó una mano al corazón, dando un paso ajeno al encuentro. El muchacho llevaba un overol oscuro que disimulaba las cenizas sobre él y un gorro gris en la cabeza que le cubría el cabello alborotado, negro como el de Inés. Además tenía la piel distinta: morena y de un interesante color cobrizo. Así venía entonces, sin mucha prisa, maldiciendo y limpiándose las manos con una pañoleta vieja.
-Damas y caballeros –exclamó entonces dirigiéndose a una multitud de pasajeros inexistentes. –Lamento informarles que no creo posible que lleguemos hoy a nuestro destino a causa de algunos problemas técnicos. Les pido de favor que tengan paciencia mientras arreglo los desperfectos. Si todo sale bien llegaremos mañana temprano. Muchas gracias por su atención y espero que sigan disfrutando de la travesía.
      Sin más que decir, el muchacho volvió de inmediato por donde vino. Inés, por su parte, se quedó intrigada por la presencia de aquel joven. Era el primer hombre que veía en mucho tiempo. Pensó en sus libros y se puso a comparar las imágenes que venían dentro de ellos con el dirigente ya perdido en la oscuridad del pasillo. La distinta forma de su cuerpo, el cabello corto y sacudido, la voz grave que hacía resonar el vagón y la manera en que la había mirado en un momento de su anuncio; todo esto le sacudió el corazón de una manera que nunca había llegado a sentir.
      Quería verlo de nuevo, y además, también sentía una gran curiosidad por el extraño aviso que había hecho hace unos momentos, por lo que apresuró el paso para tratar de alcanzarlo sobre la marcha. Sin embargo, adelantándose a sus intenciones, el muchacho regresó al vagón y se dirigió esta vez a Inés, con la misma calma de hace rato.
      -Le pido de favor que no se levante de su asiento, señorita. En unos minutos vendrá el almuerzo.
      Sintiéndose un poco avergonzada Inés se sentó de inmediato y asintió con la cabeza, colocando su canasta de frutas y libros sobre las piernas. El joven, que parecía ser el maquinista, fogonero y dirigente del gran ciempiés, finalmente regresó hasta la locomotora donde continuó con su tarea de arreglar las fallas técnicas antes mencionadas.
      Inés se quedó callada el tiempo que pasó antes del almuerzo. Miraba a la ventana con el entusiasmo ahogado en un nudo en la garganta, impaciente por la salida del ferrocarril y por la idea de descubrir qué era lo que había del otro lado de las montañas del norte; así como también por ver una vez más al muchacho, quien se mostraba firme en su condición de buen anfitrión. Retomó entonces la lectura pero hizo a un lado la fruta, pensando en que no quería perder el apetito una vez fuera entregado el almuerzo vespertino.
      Al cabo de una hora el joven maquinista regresó al vagón con un carrito de mantel blanco y un platón cubierto sobre este. Se detuvo frente a Inés y destapó la comida. Ahí, en medio del carrito, había un sándwich de jamón con queso, jugo de naranja en un vaso limpio y una adorable florecita cruzada sobre los cubiertos que terminaba de adornar la hora de comer.
      Inés agradeció contenta el gesto y el joven, sin decir nada pero con las mejillas ligeramente sonrojadas, regresó de nuevo a continuar su tarea. 
La tarde, con sus luces anaranjadas, llegó de repente mientras Inés dormía recostada en la pared del vagón que daba a la ventana. La despertó un ruido seco y las maldiciones constantes del muchacho quien libraba una batalla contra la locomotora. La adorable bibliotecaria sacó la cabeza por la ventana y miró al maquinista llevar la ropa todavía más sucia y el rostro salpicado por las manchas de aceite y humo. Mientras tanto, este revisaba por fuera la cabeza del ciempiés tratando de encontrarle el mal que le afligía. 
      Inés salió tranquila del vagón y se acercó a su capitán, quien no se dio cuenta de la presencia de la joven hasta que esta comenzó a hablar.
      -¿Estará bien?
      -¿Quién?
      -El ciempiés, me pregunto si estará bien. Tiene una tos horrible y parece tener intensos escalofríos- dijo Inés con un aire orgulloso. Había estado leyendo días antes un libro de medicina y sintió que era el momento adecuado para dar su primer diagnóstico. 
      -Pues no lo sé. Usualmente trabaja muy bien. Pero hoy, como si nada ¡Puf! Una terrible congestión nasal y ya no se movió más.
      -¿Y si lo dejáramos descansar? ¡Si! Ese es mi diagnóstico. El pobrecito sufre de cansancio extremo y ampollas en las patitas. ¿Te imaginas? ¡Tantas patas y con tantas ampollas! 
      El maquinista no dijo nada después de eso, pero sonrió con la ternura de la doctora y aceptó su diagnóstico. Se sentaron un rato en el suelo e Inés le entregó uno de los duraznos que llevaba en el canasto. Agradecido mordió la fruta solo para antes decir:
      -Capitán Ezequiel, dirigente del Expreso Fin del Mundo, a sus ordenes señorita.
      -¿No es acaso el término capitán sólo para la náutica y la milicia, gran señor?- respondió ella, recordando con entusiasmo las grandes aventuras del capitán Ahab en su afán de vencer a la poderosa ballena blanca.
      -¡Y para los que dirigen bestias de acero también! 
      Inés se rió con aquellas palabras orgullosas pero lo ocultó muy bien cubriendo su boca. 
      -Capitán, si me lo permite, desearía darme un baño antes de que partamos. Puede venir si usted gusta, creo que bastante falta le hace.
      Ezequiel, ya terminado su almuerzo, miró sus ropas y sintió una nueva pena por las fachas que llevaba encima. Trató de disimular el disgusto propio y aceptó seriamente la propuesta de la muchacha. También ella se sintió emocionada, no sólo por querer tener un último chapuzón en aquel lago suyo, sino porque también deseaba ver al capitán que se escondía debajo de aquellas ropas de maquinista. Quería saber si acaso era como aquellos caballeros de los cuentos que enfrentaban dragones y grandes gigantes para llegar hasta la princesa atrapada en una torre abandonada. Quería que él fuera como ellos, y esperaba que ella también fuera algo de princesa. 
      Inés llevó entonces al capitán hasta el bosque, cuando los rayos del sol se dirigían a descansar y las primeras estrellas brillaban encantadas por su horario estelar. Se sentó sobre una roca a orillas del lago y se quitó las sandalias con delicadeza y sencillez. Se soltó enseguida el cabello, un poco ondulado y quebradizo, y colocó los lentes sobre una rama que se aproximaba a su izquierda. 
      Pronto las ropas de Inés también desaparecieron. La falda se arrastró allá a lo lejos, dejando libres las suaves y finas piernas de la joven. Soltó los botones de la camisa con mucho cuidado de no perder ninguno, y mientras lo hacía, la redondez blanca de los senos fueron descubriéndose en aquella grieta azul celeste que se iba quedando sin botones. Ezequiel, quien se estaba despojando la ropa también, no podía apartar los ojos de aquel hermoso cuerpo desnudo que con risas se sumergía en un salto en el agua. 
      La figura de Inés, fuerte y a la vez tan delicada, cruzaba por el fondo del lago como si fuese un pececillo más entre los demás. Salía, claro, a respirar un poco de aire y para apresurar al capitán, quien se encontraba con medio cuerpo en el agua, pero todavía algo lejos de la desnudez de la doctora. Impaciente, la joven nadó hasta él y salió lentamente del agua, descubriendo una vez más sus senos del abrigo del agua. El fulgor de las estrellas reflejadas sobre sus pechos empapados, ese cabello largo y rizado que caía buscando el agua; y las mejillas sin el contorno de los lentes, le daban a Inés un brillo excepcional que hacía del corazón del pobre capitán una cajita de música. Inés, al notar cuan diferentes sus cuerpos eran entre sí, le ofreció la mano y lo llevó contenta hasta lo profundo del lago de un solo golpe, sin esperar a que él se preparara.
      Flotando en medio del agua, Ezequiel pudo contemplar el cuerpo desnudo de Inés siendo rodeada por un aura de manto azul cristal. Para él también era la primera vez que veía a una mujer, y también era la primera vez que veía una abrazada a la completa desnudez. Así entonces .a luna, que hasta hace poco estaba resguardada entre los corceles de nube gris, había encontrado a los dos jóvenes nadando en las profundidades del lago. La luz blanquecina que emanaba la reina de la noche llegaba hasta Inés, su hija perdida, y le vestía la piel con las prendas azules de un rey marino. Las cortinas de roca caliza alrededor de ellos dejaron las tinieblas de las profundidades y con la luz de las estrellas mostraron sin vergüenza un centenar de piedras preciosas que se encendían y apagaban como un árbol de navidad. Los brazos de Inés se agitaban suavemente y parecía que flotaba, con suma gracia, en el cuerpo acuático. Una sonrisa traviesa le decía a Ezequiel que en ese mundo también había magia y la acompañó en la risa.
      Un par de horas después, sobre la colina que daba al pueblo abandonado, Inés y el capitán contemplaban el cielo nocturno que guardaba con recelo gris a su reina para otra ocasión. Ezequiel observaba con curiosidad y detenimiento las ruinas al pie de la casita de Inés. Una espesa nube de polvo negro seguía flotando sobre algunas calles empedradas del pueblo, cubriendo las ventanas y la superficie de los carros con una turbia capa de hollín. De entre esa niebla oscura sobresalían las pisadas en un ir y venir desde el bosque a la biblioteca, y de ahí hasta aquel camino que daba a la colina de tierra caliente. Todo el mundo de Inés había sido eso, soledad y ceniza. Volteó a mirarla, y le sorprendió verla tal y como la había visto en el vagón: contenta y emocionada. Así entonces, el capitán sonrió también mientras que nerviosas, las manos de los dos se reunían sobre el césped.
      Para la mañana siguiente el tiempo no había mejorado. Se veían las nubes a punto de reventar sobre el valle y la joven pareja había regresado temprano al Expreso Fin del Mundo para evitar un próximo diluvio. Inés volvió a su asiento mientras Ezequiel regresaba a sus labores de maquinista y dirigente. Esta vez Inés iba preparada. Llevaba en su canasta duraznos, peras y nueces que ella misma había recogido en el campo. También llevaba con ella sus libros favoritos que había conseguido en un último viaje a la biblioteca. Finalmente un cuaderno y una pluma terminaban de adornar la canastilla, pues estaba segura de que iba a utilizarlos para escribir su propia historia, con la misma mágica y perfección de aquellos cuentos que la mantuvieron feliz por tantos años en la inmensidad de la soledad.
      Pasó un tiempo antes de que las primeras gotas de lluvia golpearan las ventanas del viejo ciempiés. En un breve instante aquella briza suave de llovizna y viento se transformó en una tormenta que fue sobrecargando los charcos del pastizal hasta que se hubieron desbordado. Inés miraba hacia afuera intentando divisar al capitán entre la bruma y el frío de las ventanas, pero sólo podía ver una pequeña mancha oscura inclinada sobre las fauces de la locomotora. Dejó entonces sus cosas en el asiento contiguo y salió sujetando fuerte su cabello. 
      -¡Capitán! –gritó ella, pero el ruido de las balas cayendo sobre el suelo impedían que el sonido llegara hasta sus oídos. Inés corrió entonces hasta la caja de humos y se encontró al capitán girando una tuerca con las manos temblorosas. -¡Capitán! ¡Hay que irnos!
      -¡No, debo arreglar el tren! ¡Ya nos retrasamos mucho! –exclamó finalmente Ezequiel, determinado en arreglar los desperfectos.
      -¡Pero capitán… el valle se está inundando! – contestó ella, indicándole el agua que se había formado alrededor de sus zapatos. 
      Ezequiel recostó la cabeza sobre el cofre frío del tren y soltó la llave de tuercas. Inés se dio cuenta entonces de que el capitán luchaba por no dejar salir el coraje y la tristeza. Tenía los brazos llenos de moretones y las manos ensangrentadas. También se dio cuenta de que en todos los años de observar al tren cruzar por su camino este nunca se había retrasado ni había faltado a su espectáculo de dulce melodía de acero y humo blanco. Entendió entonces que el ciempiés estaba muriendo.
      Los zapatos de los dos jóvenes abatidos siguieron hundiéndose en el reflejo cristalino. El lago se había desbordado y olas ligeras elevaban más y más el nivel del agua. Inés se inclinó y miró al capitán esconderse entre la sombra de su gorra gris. 
      -Lo siento mucho, capitán…
      Ezequiel, escuchando esto, miró a los ojos de la dulce doctora y tras una breve pausa la tomó de la mano. Regresaron entonces a los vagones en una carrera que se hubiera convertido en nado. Cansados por el tramo se sentaron uno al lado del otro después de cerrar con fuerza la entrada. 
      -Lo siento también por usted, señorita –dijo el capitán después de recuperar el aliento y esbozando una sonrisa cansada. 
      Inés puso su mano sobre la de él y le regresó el gesto con una risita sincera. Se levantaron y observaron por la ventana el agua cubriendo gran parte del valle. Allá afuera ya no quedaba ni el rastro de las flores bailando con el viento. Como pidiendo auxilio, la rama de un árbol se levantaba del campo acuático con unas hojas que iban desprendiéndose de esta y volaban entre la tempestad. El capitán fue entonces por una manta gruesa hasta la cabina y se la otorgó a Inés, para que se quitara esas ropas mojadas y se mantuviera caliente. Le dio la espalda para regalarle a Inés un poco de privacidad, pero tras unos instantes fue sorprendido por el paso de unas cálidas manos sobre los hombros. Se puso de nuevo frente a la tierna jovencita y esta se puso a indagar con los dedos cada parte y cada gesto que hacía él. Sin mirarlo a los ojos, Inés se puso a reconocer con la piel el cuerpo extraño que había llegado en el tren un día atrás. Le quitó entonces la camisa y sintió los hombros más anchos que los suyos, la barbilla rasposa, el pecho plano que iba desde el cuello hasta el ombligo y, finalmente, los labios que temblaban nerviosos por lo que estaba sucediendo. Volvió a sonreír, un poco nerviosa esta vez, pero con tal emoción que saltó a los brazos del capitán y lo besó en los labios, tal y como había visto hacer tantas veces a la princesa que era rescatada del valiente caballero. Con el impacto, ambos cayeron inmediatamente al suelo. Ezequiel se quedó entonces bajo los ojos resplandecientes de la doctora, sintiendo de nuevo la cajita musical saltando sobre su pecho con aquel dulce beso de durazno.
      -Gracias por venir a rescatarme –exclamó Inés mientras se recogía el cabello por detrás de la oreja izquierda y sentía que el corazón se le iba saliendo de entre la boca.
      El capitán se quedó un rato sin moverse, encantado por el gesto. También él empezó a sentir curiosidad por saber cómo era aquella mujer que, a pesar de todo, seguía sonriéndole al mundo. Pasó las manos por sus mejillas y le retiró un mechón de la frente que le estorbaba para verla bien. Siguió tocando la piel de Inés a través del cuello y desabrochó uno a uno los botones que escondían aquellas cuencas de leche que había visto la noche anterior. Cuando se le descubrieron frente a él, pasó los dedos sutilmente a su alrededor y descubrió que suave era la piel de una mujer, muy distinta a la suya. No era sólo en esa parte, claro, también sobre sus pequeños brazos se podía apreciar una delicada textura que hacían resaltar la belleza de sus manos. Inés se quitó de encima, se terminó de desnudar y se sentó frente a Ezequiel. Él hizo lo mismo y ambos se quedaron observando los cuerpos ajenos que eran tan diferentes uno de otro, tocando rincón por rincón. El cuello grueso del capitán, el vientre frágil de la doctora. Los pechos de Inés que con el ligero roce de las manos de Ezequiel hicieron que todo su cuerpo se estremeciera en el acto.
      Entonces Inés observó que de entre las piernas de su compañero se levantaba un miembro extraño, un tanto feo, y que al tacto se sentía más caliente que el resto de su cuerpo. Ezequiel también se estremeció con la situación, pero Inés continuó tocándolo recordando algunos otros libros que había estado leyendo y es que, algunas noches, había soñado también con los besos, el romance y las caricias más allá de las historias fantásticas de mundos maravillosos. Soñaba con Lolita, Marguerite Duras y con Lady Chatterley; quería saber que significaba hacer el amor, que se sentía, que era aquello tan intenso que había sido censurado y condenado a las estanterías más alejadas de la biblioteca. Siguió entonces contemplando al capitán con una sonrisa mientras le tomaba el sexo con la mano derecha y lo dirigía al suyo recostándose otra vez encima de él.
      Así, entre la sangre y el sudor, Inés pudo sentir el calor del sexo cuando unieron sus cuerpos en aquel acto de amor. La doctora se sentó sobre el miembro de su compañero de soledad y empezó a subir y bajar con suavidad para encontrar el placer en el dolor prematuro. Algunas lágrimas fueron derramadas, pero el capitán, quien también se sentía perdido en la situación, la tomó de la cintura y la fue penetrando más y más.
      Poco a poco el sufrimiento de la virginidad deshecha fue opacándose por el tierno tacto de un par de brazos sujetándola fuertemente contra su cuerpo. Sentía que iba a romper en llanto en cualquier momento, no sólo por el dolor entre las piernas, sino por la dicha de haber encontrado a su valiente caballero en aquel momento de su vida donde no sabía si podría seguir soñando. 
      Poco a poco también la melodía de la lluvia cayendo sobre el gran valle se fue terminando. El rocío tocaba algunas notas esporádicas sobre el agua, pero todo llegó a su fin cuando los rayos del sol se abrieron paso por las oscuras nubes del diluvio y Ezequiel, irremediablemente, soltó pronto el cuerpo de la valiente doctora al llegar el clímax de su sexo. Así entonces el silencio se apoderó del mundo en un cálido abrazo.
      Momentos después, cuando la pareja se hallaba dormida entre los asientos malgastados, el gran ciempiés sintió que su trabajo había terminado pues se desprendió de las vías marinas y emergió lentamente del agua ante la mirada asombrada de los dos jóvenes aventureros, quienes se despertaron con los primeros estruendos. 
      Ezequiel abrió la ventana contigua y subió al techo del vagón cuando ya el tren se encontraba sobre la superficie. Después le dio la mano a la gran bibliotecaria para ayudarla a subir y se sentaron envueltos en la manta gruesa a ver al sol meterse entre las montañas que ahora parecían bastante enanas. La chimenea comenzó a expulsar su fantástico humo blanco y finalmente se fue perdiendo este entre las nubes del cielo.
      Se quedaron ahí toda la noche, esperando a la luna, a las estrellas y al alba que iría a anunciar el próximo amanecer. Se quedaron también los días siguientes, nadando, haciendo el amor que venía en los otros cuentos de hadas y comiendo duraznos, peras y manzanas de los arboles que habían logrado escapar de la inundación. Fueron haciendo de ese mundo el que había soñado la joven Inés de luces brillantes y estructuras ancestrales. Sueños de la misma chica que esperaba siempre, a las tres y cinco de la tarde, a que pasara el tren que la llevara lejos.
      Claro, ahí en su nuevo mundo no había viejos gnomos tristes o hadas de alas rotas o sirenas de voz perdida; sin embargo, si había ahí una princesa que terminaba de reponerse el corazón y un caballero que, aún sin caballería, siempre velaría por protegérselo.


domingo, 8 de julio de 2012

Crónicas de un desayuno continental



Crónicas de un desayuno continental

Por J.P. Medina

Desde que Larisa trabaja en ese viejo café yo ya no duermo mucho tampoco. Su horario le exige, puntualmente, presentarse a las diez de la noche en aquel tugurio de carretera y colgar el delantal a las seis de la mañana del día siguiente, toda la semana con un solo día de descanso. Al mismo tiempo, el mío me exige ir al sitio a las ocho de la mañana y entregar el taxi a las seis de la tarde, por lo que vernos había resultado ya una difícil tarea. Por esa razón, terminando con la jornada laboral llego a casa, como algo con ella y me acuesto a dormir, dejando la alarma para las diez de la noche. Larisa sale entonces a las nueve para alcanzar el último camión del día y yo despierto un par de horas más tarde, me doy un baño y salgo a buscar a Felipe, compañero de sitio, para que me regale un aventón hasta el café. Lugar donde he pasado la noche por las últimas dos semanas.
Este pequeño no es exactamente un negocio prospero o moderno, pero satisface las necesidades de los clientes. Hay unas cuantas mesas distribuidas arbitrariamente por el local, dos de ellas mirando a la ventana; una barra que separa la cocina del comedor y unos baños al fondo que por siempre serán el lienzo de artistas trotamundos. Finalmente, en una esquina muy bien iluminada, está instalada una rockola que el dueño a colocado para amenizar la digestión de los comensales. De vez en vez, cuando la consola no tiene créditos disponibles, toca una canción al azar que siempre es una buena elección.
Todo esto conforma el pequeño café de Mario, quien es el que le da el nombre al establecimiento y además es también el dueño, gerente, administrador, cocinero y hasta abogado de oficio del negocio. Todo un valiente si es que se atreve a abrir un lugar como ese a la mitad de la nada, con ningún otro cliente más que el ocasional perdido o el conductor nocturno.
Aquella noche, específicamente, no había mucha gente cuando yo había llegado. La campanilla sonó al abrí la puerta y Mario salió de la cocina a recibirme, sin salir de la barra. Larisa estaba atendiendo otra mesa, por lo que fui a sentarme en el lugar próximo a la ventana que da a la carretera. Justo frente a la rockola, que en ese momento sonaba Bye Bye Blackbird, interpretada por John Coltrane y Miles Davis.
-¡Oye, Mario!- exclamé, buscando al dueño con la mirada a través de la cortina que daba a la cocina.
-¿Qué sucede muchacho?- contestó él, sin salir de su área de trabajo.
-¿Crees que algún día pueda haber otra música en este aparato?
-¿Qué dices? ¡El jazz llegó para quedarse!
Sonreí y miré alrededor, tratando de aclimatarme. A parte de mi, sólo había una pareja de ancianos campesinos al otro extremo del lugar y el chofer de un camión que estaba estacionado afuera, uno de esos hombres que se convierten en clientes habituales. Una ligera lluvia había comenzado hace apenas unos minutos y ya se podía sentir el sofocar del calor de la tierra.
-Hola, Corazón- dijo Larisa interrumpiendo el ensueño. En sus manos traía la carta del menú, pero se abstuvo de entregármela. -¿Cómo vas a querer tus huevos hoy?
-Muy bien, veamos… - pensé. –Dile a Mario que esta vez quiero huevos gratinados.
Larisa rió delicadamente y anotó la orden en su libreta. Me pidió que esperara mi orden y que enseguida me iba a traer una taza de café. Acto seguido dirigí la cabeza hasta la cortina.
-¿Escuchaste eso Mario? ¡Quiero ver que cumplas con la garantía!- exclamé.
-¡Puedes apostarlo!- contestó.
La garantía no era otra cosa que un pequeño fragmento en el menú que avisaba que los huevos eran siempre preparados al gusto. Sin distinción ni censura, por lo que desde el tiempo que llevaba viniendo al café por las noches, había estado retando al buen cocinero a cumplir cada uno de los caprichos que tuvieran que ver con estos.
Pasados algunos minutos la puerta de entrada volvió a sonar con su tintineo de campanilla. Un hombre maduro, desgastado por los años, entró con las ropas empapadas. La lluvia se había intensificado, pero mi atención estaba puesta sobre aquel sujeto. Anteriormente había dicho que la razón por la que había estado pasando las noches en aquel lugar era para evitar los conflictos de horario entre Larisa y yo, pero había una razón más: él.
La rockola llevaba ya un rato en silencio. El hombre se sentó a dos mesas de mí y Larisa no se acercó, al principio, a entregarle la carta. Mario había salido para observar al recién llegado y le había dicho a Larisa que él se encargaba del asunto; pero ella, orgullosa como siempre, negó aquella orden y se acercó indignada hasta la mesa del hombre en cuestión. Los demás clientes se dieron cuenta de su presencia y el aire se llenó de una tensión desmesurada.
-¡Buenas noches, bella señorita! Lamento no haber pasado estas últimas semanas pero hubieron demasiados encargos para este mes y el tráiler ya no es lo que era antes…
-Buenas noches. En un momento paso a tomar su orden- interrumpió ella enseguida, ignorando la conversación del  viejo conductor. Este, al verse rechazado, tomó del brazo de Larisa con fuerza y sonrió.
-¡Espera! Ya sé muy bien qué es lo que quiero para esta noche, pero no es algo que encuentre en el menú.
En ese momento, víctima de la escena suscitada, me levanté de mi lugar haciendo un ligero estruendo con la taza de café. El hombre volteó a verme y soltó a Larisa.
-¿Algún problema, jovencito?- dijo él, tratando de apaciguar la situación. Larisa caminó hasta la barra y yo seguí hasta encontrarme a pocos pasos de aquel hombre.
-Acabo de enterarme hace poco que has estado molestando a sobremanera a Larisa durante los últimos meses. ¿Puedo saber porqué?
El hombre estuvo callado unos instantes, hasta que soltó una carcajada que incomodó al resto de los comensales. Se levantó de un impulso y, gracias a su altura, se quedó mirándome fijamente inclinando la cabeza. Esto no provocó en mi el ligero nerviosismo, pero sabía con certeza que tenía las de perder en una confrontación. El hombre comenzó a provocarme con palabras, pero al momento en que hubo un roce Mario salió de la cocina y se paró muy cerca de los dos. El chofer del camión también se levantó. Sólo la pareja de ancianos siguió sentada, nerviosos y asustados. El sujeto, en vista de la superioridad numérica, me hizo a un lado y habló:
-De acuerdo, de acuerdo. Me iré. Pero antes ¿podría pasar a su baño, si no es mucha molestia?
Mario tuvo que aceptar a regañadientes. El viejo conductor caminó hasta el baño y todos regresamos a nuestra cena. Larisa, en especial, corrió a regañarme por la imprudencia de mis actos. La rockola volvió a escoger otro buen éxito: Camptown Races de Dave Brubeck.
-Si hubiera sabido que para eso querías estar aquí me hubiera negado desde el primer día a que vinieras.
-No iba a pasar algo como eso de largo, Larisa.
-Lo sé. Gracias. Que quede claro que eres un idiota, pero gracias a fin y al cabo- contestó ella con un beso en la mejilla. Ambos sonreímos un poco y ella regresó a la barra.
La lluvia se intensificó a tal grado que el chofer del camión tuvo que posponer la salida para después. La pareja de ancianos, que parecía eran pasajeros suyos, se quedaron estancados también con él. De vez en vez la señora se levantaba e iba al baño, pero después de un rato se quedó dormida recostada sobre la pared; mientras que su esposo, apoyado con el bastón, caminaba de aquí para allá, conversando con Larisa o con el chofer. Durante algún momento de la noche la tormenta provocó un apagón que duró cerca de 10 minutos, dejando inconclusa la hermosa melodía de Checkfield, A look to América, que había escogido apenas unos minutos atrás. Larisa me entregó la cena, cuando la luz regresó; y Mario sólo miraba desde la parte trasera de la barra regodeándose de que el buen cocinero había cumplido con la garantía. El café fue servido algunas rondas más y la rockola mantuvo un trote de descanso y carrera.
Sin embargo, fue después de un rato que nos dimos cuenta de que el viejo conductor del tráiler no había salido del baño. Mario, con la paciencia agotada, fue a buscarlo. Al entrar, una escena escalofriante lo hizo retroceder y salir corriendo. Sin saber que fuerza fue la que me llevó a abrir la puerta del baño, me encontré con el sujeto en medio de un charco de sangre. Fue un vistazo rápido, pero los detalles se quedaron grabados dentro de mi cabeza: varias marcas de apuñalamiento en la parte baja del torso y unas cuantas más en el pecho; el pantalón se encontraba desabrochado y las manos agarrando las paredes laterales del pequeño cubículo, víctima de una caída que no pudo detener. Contuve la nausea el tiempo suficiente para observar otras partes del baño. La llave del grifo estaba un poco abierta y había algunas manchas de sangre diluida en el contorno de esta. Quien quiera que hubiera sido no tuvo mucho tiempo para eliminar cualquier rastro de lo acontecido. Salí después de eso, el olor a sangre me tenía mareado.
-¡Cof, cof! ¡Larisa, llama a la policía!- exclamé, inmediatamente al salir. Larisa corrió hasta el teléfono pero volvió no pasados unos segundos.
-No hay línea, Oscar, parece que la tormenta arruinó los cables telefónicos.
Maldije la suerte. No es que no estuviera feliz de la muerte de aquel tipejo, pero no dejaba de ser una muerte horrible que no se le podía desear a nadie. Mario se acercó a mi y ambos concluimos en que aquel que había matado al viejo conductor debía seguir en el establecimiento. No sólo por la tormenta, sino también porque no habíamos escuchado, en ningún momento, el tintineo de la campanilla de la puerta principal. Nadie había salido ni entrado desde que el hombre había pedido utilizar el baño. Con esto en mente, pensé que sería un riesgo el tener a Larisa en un lugar así sin saber quien había matado a aquel pobre diablo.
-¡Muy bien todos, escúchenme!- dije en un de repente, atrayendo la atención de los demás. –Para los que no sepan todavía alguien mató a un hombre en el baño hace apenas una media hora. Creemos que el asesino no ha salido del establecimiento ni es alguien ajeno a los que estábamos cuando lo vimos llegar. Si no es mucha molestia ¿Podrían decirnos cada quien donde estaban y que estaban haciendo durante esos treinta minutos?
Con esto dicho nadie se atrevió a cuestionar la sugerencia. Mientras que yo le preguntaba al chofer y a Mario sobre lo que habían estado haciendo, Larisa se dedicó exclusivamente a la pareja de ancianos que se encontraban sumidos en el miedo.
Al cabo de un rato Larisa y yo intercambiamos lo que habíamos estado escuchando y todos parecían tener una coartada lógica y sustentada. El chofer había estado leyendo el periódico e inclusive había terminado el crucigrama que venía en la parte de sociales. Nunca se levantó al baño y durante el apagón fue él quien ayudó a todos con una pequeña linterna de bolsillo. Mario, el cocinero, estaba muy ocupado en la cocina con el platillo que me debía. Ya había salido antes la comida del resto de los comensales y el mío fue el último en preparar por la dificultad que esta tenía. Cuando se fue la luz, Mario estaba revisando los fusibles afuera. No hay testigos de ello pero la lluvia seguramente lo hubiera empapado, y el baño, además de la sangre, estaba completamente seco, al igual que la víctima. Larisa dijo, brevemente, que los viejos habían estado todo el tiempo en el comedor. La esposa había ido algunas veces al baño, pero el crimen se había cometido en el de hombres, no en el de mujeres. Su esposo nunca fue al sanitario y cuando se produjo el apagón estaba al lado de su esposa. Como acotación dijo que incluso había escuchado toda esa canción que yo había elegido en la rockola (refiriéndose a To look for América). Miré de reojo a la pareja de ancianos y me di cuenta de que la señora seguía dormida, recostada sobre la pared. Puede ser que la vejez impida incluso el despertarse a la mitad de un asunto de homicidio.
Mario se acercó y me preguntó sobre Larisa e incluso sobre mí. Era obvio que teníamos que dar un pequeño testimonio de lo que habíamos hecho, pero no por ello me sentí menos molesto por ello. Larisa estuvo todo el tiempo a mi lado durante el apagón, y yo había sido visto por el chofer con su lámpara de bolsillo en algunas ocasiones. Antes de ello estuve siempre a la vista de todos mirando a la carretera, tomando mi café y escuchando la música de la rockola.
-Sí, incluso fue él quien buscó To look for América en la consola- dijo Larisa en un intento de protegerme. Entonces, como un rayo, pensé en la inconsistencia del testimonio de cierta persona. Lo miré desde lo lejos y sentí una pena que no podía disimular. Caminé hasta él y me senté a su lado.
-Hola señor, mi nombre es Oscar ¿puedo saber cómo se llama?
-Isaías, muchacho- contestó el anciano, un poco nervioso y asustado.
-Bueno, Don Isaías, ¿Me puede decir que hacía antes del apagón? Sólo para estar seguros.
-Ya se lo dije a la señorita… estaba aquí, con mi mujer, cuidándole el sueño. Hablé un rato con la camarera y también con el chofer, para saber cuando íbamos a salir.
-¿Y la canción?
-¡Ah, si! Una hermosa melodía la que escogiste, jovencito. Desde el principio hasta el final. Un poco nostálgica.
-…Gracias, Don Isaías, pero no creo que haya podido escucharla completa- el viejo se sorprendió por ello y me dirigió una mirada de súplica. –Verá, cuando una rockola se apaga a la mitad de un apagón esta no se enciende hasta que se desconecte y vuelva a conectarse. Para eso, si una canción sigue en el repertorio a la espera se mantiene así hasta que es encendida.
Mario se dio cuenta de que, efectivamente, la rockola no había sonado en ningún momento después del apagón. Se le había olvidado reiniciarla. Para cerciorarse de que no estuviera equivocándome caminé hasta la consola y la volví a encender. Hubo un largo silencio hasta que por fin A look to América comenzó a sonar, desde aquella parte donde se había quedado. El violín, ligero y triste, comenzó a resonar a través de las cuatro paredes del pequeño negocio. La lluvia ya se estaba calmando para ese entonces.
-…Si, fui yo.- exclamó, a punto del llanto. – Ese hombre… ese hombre es malo. Él… atacó a mi esposa hace algún tiempo. Le hizo cosas…
-No dudo que haya sido así… pero Don Isaías, creo que no fue usted el culpable.
Todos se quedaron callados. No se necesitaba ser un genio en ese momento para saber cuál era la verdad detrás de los acontecimientos de esa noche. Pasé los ojos hasta la señora, la esposa de Don Isaías, quien seguía dormida con un respirar fuerte y sudor en la frente. No lo habíamos notado, pero la señora estaba recuperándose de una fuerte agitación. Cuando el hombre se había dirigido al baño, la mujer se quedó un tiempo sufriendo en silencio una crisis nerviosa que la hizo ir varias veces al sanitario a refrescarse. Durante su último viaje, en lugar de entrar al baño de damas, entró al de hombres. Sabía aquel desgraciado seguía ahí, pues no lo había visto salir. Revisó cada uno de los cubículos hasta encontrar el que tenía los zapatos enlodados. Tocó a la puerta y esperó. No había respuesta. Volvió a tocar varias veces hasta que aquel hombre contestó con insultos que lo dejaran en paz. Ella insistió, sacando de entre sus ropas un machete muy utilizado en el campo. Cuando el hombre abrió la puerta la mujer clavó el filo del arma en la parte inferior del torso de aquel pobre diablo. Una y otra vez. Terminado el acto fue al lavamanos y se enjuagó superficialmente. Se colocó el arma, también enjuagada, entre la ropa y salió. Fue Don Isaías quien, cuando se dio cuenta del machete ligeramente ensangrentado, salió al baño de hombres aprovechando el apagón para clavarle un par de veces más el arma al pecho del hombre, para así incriminarse por si hubiera necesidad de ello (la diferencia de altura indicarían que había sido atacado por un hombre de la estatura del viejo conductor). Escuchó parte de la canción, pero su mente estaba en otro lado, por lo que no se dio cuenta de que al apagarse la luz se había apagado la música también. Eso fue el acabose.
-No es mala… ese hombre lo era… la atacó. Abusó de ella y de su fuerza… y mi pobre Dolores se ha quedado muda desde entonces… ¡Lo merecía!
 Y nadie pudo detener el llanto de un hombre que pedía a Dios por el bienestar de su mujer. Ni siquiera el estruendo de un trueno allá a lo lejos. Todos nos quedamos en silencio.

-¡Mario! ¡Huevos Florentinos!
-¿Qué no te cansas de comer siempre huevos, Oscar?- preguntó sonriente Larisa, anotando la orden sólo para mantener un poco de organización, pues Mario ya había escuchado el pedido y se disponía a mantener el reto a flote. –No tardo, Corazón, traeré el café.
Han pasado algunas semanas de aquel incidente nocturno. El café estuvo cerrado algunos días pero re-abrió sus puertas hace apenas un par de noches y yo había vuelto a no volver a dormir mucho. Como Larisa.
La carretera se mantiene en silencio, con ocasionales brisas que hacen melodía al romperse en los acantilados. No hay mucha gente, como de costumbre, pero la música sigue siendo atinada y refrescante. Hubo algunos cambios, claro. Los baños ahora tienen cámaras de vigilancia para evitar nuevos altercados y afuera, cerca del olmo que da sombra al pequeño establecimiento, yace un montoncito de tierra que nadie va a extrañar. Sobre todo no Don Isaías y su esposa, quienes prometieron volver pronto para acompañarnos en la velada.
-Por cierto, Oscar ¿porqué sigues viniendo a pasar la noche aquí si ya no hay algún peligro?- pregunta Larisa, después de servirme el café.
-Bueno, esa no era la única razón. Verte es razón suficiente para siempre regresar, Larisa.
Ella me regala un beso y vuelve a la barra. Mientras tanto, Bebop, de Dizzy Gillespie, sigue sonando en la rockola y todavía quedan bastantes recetas con huevo con lo que entretenerme por el resto de las noches.


lunes, 22 de febrero de 2010

El Circulo Escorpión


El Círculo Escorpión


Por J.P. Medina


Acto I

El escenario es una simple fachada de viejo y pobre cementerio. Hay unas cuantas lapidas al fondo y una sola al frente. Las lápidas del fondo tienen a su alrededor flores y coronas, pero la lápida que se encuentra a primera plano está sola y abandonada.

El cielo está gris pero no llueve. No hay gente a los alrededores, solo están el viejo Virgilio y su también anciano amigo Cristos, de pie, con unos maltratados trajes en negro a los que ni siquiera les han tenido el cuidado de atenderles, fajarles la camisa o arreglarles la corbata casi deshechas. Por un largo rato siguen en silencio, con Virgilio deteniéndose el pantalón con las manos al bolsillo y teniendo al anciano de Cristos fumándose un cigarrillo a su izquierda.

Parece que esperan a alguien, que tienen un pacto de silencio absoluto hasta que se complete el circulo, hasta que el ultimo de los ariscos vejetes se abra paso al último radio.

Entra Oliver a escena. Los otros dos amigos lo ven llegar tranquilo, sin prisa alguna. Cristos dispara con los dedos lo que le queda de su cigarro justo a tiempo para sacudirle la mano a Oliver con la propia misma. Virgilio también lo saluda y al finalizar este ritual, Oliver queda atento a la lápida olvidada. Por unos minutos ninguno de los tres dice nada.

Cristos
Toma, he comprado de esa misma basura de marca que a ti tanto te gusta.

Cristos acerca el brazo para con Oliver, sosteniendo la cajetilla de cigarros. Oliver toma uno de ellos y se lo coloca en la boca mientras saca un encendedor de su bolsillo. Ninguno de los tres deja de mirar hacía el punto exacto donde yace el cuerpo, enterrado a quien sabe cuántos metros bajo tierra.

Oliver
¿Y puedo preguntar a que se debe tanta atención de tu parte, Cristos? El muerto aquí es Johan, no yo. No le quites protagónico. (Enciende el cigarrillo y después de una bocanada de humo se dirige nuevamente a Cristos) A mí, a mí que me cuelguen por impreciso e impuntual, nada más.

Virgilio
Quisimos evitar la consecuencia. Ya será problema tuyo.

Oliver
Vamos, siempre he sido impuntual. Johan lo sabía. Hubiera sido una enorme falta de respeto presentarme a tiempo cuando Johan sabe que no estoy para esas tonterías.

Virgilo
Que va. Para tonterías: las de Johan. Mira que morirse de eso, cuando tu fumas el doble de lo que él lo hacía.

Cristos
Sucede que a Oliver le importa un pito. Johan fue siempre un hipocrondríaco. Y ya ves, esos delirios son mas peligrosos.

Oliver
Sucede que fue un idiota. Siempre supe que sería el primero.

Virgilio
¿Y porque?

Oliver
Por matrimoniado, hogareño y abuelo. Esas cosas no van con el Circulo, y él lo sabía. Para felices, los crédulos. Y ahora vean lo que les pasa a los crédulos.

Cristos
Tu también te has casado ¿Lo olvidas? Así o tanto como Virgilio.

Oliver tira al suelo la colilla del cigarro y la aplasta con la suela del zapato derecho. Mete las manos a los bolsillos de la gabardina.

Oliver
Me casé, si. Pero es muy diferente casarse y cumplirle a Darwin los caprichos; que casarse y escribir. Vamos, no digo que no ame a Paulina. Sencillamente me he limitado a quererla y no esperar morirme de un ataque cardiaco.

Cristos
Razonable.

Virgilio
Además, es justamente como ha dicho Oliver. No estamos para esas chingaderas de ser felices. A lo mucho aspiramos a hacer felices.

Cristos
Conosco el voto. No importa como, no importa donde, no importa el qué... hay que hacerlas felices. Lo sé, lo sé. El estatuto me ha estado rompiendo la cabeza desde que lo establecimos.

Oliver
De que te quejas, fue gracias a ello que somos lo que somos, incorporando el Circulo Escorpion.

Vrigilio
Las mujeres. Irónico.

Oliver
Las mujeres, las sociedades, la critica practica, sensata y sencilla.

Cristos
Lástima de Johan. Nunca pudo acostumbrarse al realismo magico.

Virgilio
La culpa la tiene solo el. Ahora que, el viejo Johan, ni hablar. Ese si era un hombre de propiedad.

Oliver
Creo que el mas sabio de los tres. Pero no soportó la presión. Al final obtuvo todo y se aburrió. ¿Que mas le quedaba? Luchó toda una vida por conseguir lo que quería y cuando por fin lo tuvo ya no tenía otra cosa que hacer.

Cristos
Tan facil que es vivir sin superficionalismos. O por lo menos, no depender de ellos al grado en que te mueras por un cancer de pulmón.

Virgilio
Haciendo uso de su palabra: Al final, cuando lo tienes todo, tan facil y sencillo que es que se vuelva espuma.

Oliver
Claro que eso depende de lo que se tenga. Un hombre debe tener prioridades. Debe saber equilibrarlas al tu por tu cuidandose de no ser llamado antisemita o discriminatorio.

Cristos
Claro, pero por esos comentarios es que la gente se traga cualquier cosa. El consumismo es otro cancer. Va desgastandole a uno la vida y al final solo les queda un espectaculo de marionetas humanas. Hay demasiado sexo en la television.

Virgilio
Si. La television debe tener mas sexo que un ser humano promedio. Que disparatado.

Cristos
Maldita sea esa hada de la taza del café que nos espanta el sueño y da besos llenos de vinagre.

Oliver
¿A que grado un hombre puede llegar a ser participe solo para demostrar el cliché de la vida moderna? Idiota de Johan, se tomó muy a pecho el estudio que termino siendo el objeto de experimento.

Virgilio
Nos quedan sus bloc de notas y este agujero de tierra removida.

Oliver
No me referia precisamente a esto cuando sugerí el cambio de ideología. Lo malo del caso es que no muchos entienden que saber no significa que debas arruinarte de esa forma. Sino que, al contrario, se puede disfrutar del asunto en cuestion.

Virgilio
Nosotros ya nos jodimos. Eso hemos de dejarlo para la proxima minoría marginada.

Oliver
Ni modo, bienvenido al mundo del 99% mi estimado difunto. (Oliver se coloca en cuclillas como para cersiorarse que la tierra haya sido removida, que la lápida no contenga faltas y que el cadaver esté apropiadamente encajonado)

Virgilio
En fin. El Johan mujeriego, culto y sabio lo enterramos ya hace mucho. El hombre que, en su juventud, hablaba de escapismos al campo, de antropologismos exagerados y de fríos razonamientos murió el día en que salimos de la universidad. Dejemos descansar en paz a este patetico.

Cristos
Le falta revolución a esta humanidad. Inmortales los que no creen en la muerte. Porque la muerte es pura y mera sugestión. Es otra hipocondría. Los Dioses no son mas que hombres que no tuvieron diccionarios. (Cristos saca la cajetilla del bolsillo y le ofrece un cigarro a Oliver. Oliver lo toma y Cristos toma otro para él. Enciende el cigarrillo y camina un poco a la salida de campo muerto) Andando, conosco un bar cerca de aqui.

Virgilio
Al menos el viaje no fue en vano. Vamos, Oliver.

Virgilio y Cristos salen de escena a paso lento. Oliver juega un poco con el cigarro aun sin prender con sus manos y lo coloca bajo el pedestal de piedra, justo encima de donde sabe bien tendrá la frente al cielo el pobre de Johan).

Oliver
Con cuidado, camarada. El tabaco podría matarte.

Oliver se levanta sin dejar de ver la lápida y acto seguido sale de escena, con las manos al bolsillo de su vieja gabardina.


Acto II

El mismo cementerio de antes, con la misma fachada de abandonado y caótico. Sin embargo, ahora llueve. El cielo esta abarrotado de nubes grisaceas y el suelo se ha llenado de lodo. Las flores se asotan contra las tumbas al fondo y ahora hay una segunda lápida a primer plano ahí donde se encontraba la de Johan.

Un Oliver y un Virgilio menos viejos pero aún así entrados en carnes miran ahora esa segunda lápida, la conjunta. Ninguno lleva paragüas con él. Sencillamente dejan que el agua caiga y se desahoge. Que se desquite con las ropas y la piel tan malacostumbrada para así darle honor a la reunión. Oliver prende un cigarro y cubre el pobre con la sombra del sombrero, aunque eso no deja de salpicarle el rostro de desesperacion al ver algunas manchas de agua en el tabaco.

Ninguno de los dos dice algo en un rato. De vez en cuando Virgilio arregla el cabello mojado con una mano y aprovecha para rascarse las cienes.

Oliver
Maldita sea, Cristos, la verdad es que que pésima temporada se te ha ocurrido para darte un tiro en la cabeza.

Virgilio
Dramático y anarquista hasta después de muerto. Quien lo diría.

Oliver
Pues ve tu a saber. Pero todavía no puedo entender como es que el muy imbecil tuvo las agallas de colocarse una pistola en la cabeza y jalar del gatillo. Así sin más.

Virgilio
Vamos, el hombre estaba loco. Yo si me lo esperaba. Demasiado caos nihilista en la cabeza y de repente ¡Bang! A salpicar de rojo los sillones. Y vaya, que desperdicio de muebles.

Oliver
Que grado de decencia la de él de suicidarse. Se le ha quitado lo Dios, al muy humilde. (Oliver tira el cigarrillo a medio consumir. Ya de nada le sirve tenerlo empapado sin el divino punto anaranjado del final) Puta madre, ni siquiera fumar me deja, el canalla.

Virgilio
Quizás es que al final no le apetecía mucho la tontina. Él era de gustos mas excentricos.

Oliver
Si. No salía de la orquesta ni de Nietzche. Solo le faltaba acostarse con su hermana. Por suerte era hijo unico.

Virgilio
Y sin embargo, gracias a él nos conocimos tu y yo, Oliver.

Oliver
Como olvidarlo. Me había tocado la suerte y desdicha de entablar un debate allá en tiempos universitarios con él. Recuerdo muy bien su arrogante y obstinada manera de sociopatía. Nadie podía seguirnos el paso, y estabamos a gusto con la pelea a dos verbos que entablabamos a la mitad de un montón de gente con miedo.

Virgilio
Las otras clases las compartía conmigo. Y por eso puedo decirte que te entiendo. (Virgilio tose un poco) Lo mas perturbador era su sonrisa. Siempre maquiavelica, siempre a un erizar de piel. Creo que en mi vida lo llegué a ver con otro gesto en el rostro que no fuera sonriendo. Ni siquiera sucumbía a enojarse, o a entristecerse, o a asustarse. Que miedo el de tenerle a un hombre que no salía mas allá de un estado anímico único.

Oliver
Entonces un dia el me comentó que debiamos conocernos tu y yo, Virgilio. Casi como un retorcido plan de que al final estaríamos aquí, en una tarde lluviosa, empapados y sin tabaco, hablando estupideces de un hombre que afirmaba ser un filosofo casi griego, casi platónico. Aplaudiría, pero me niego a seguirle la corriente.

Virgilio
Y que día fue ese ¿No es así? Recuerdo muy bien terminarnos tres botellas de cognac y quedarnos sin un centavo para el resto de la semana. En estos tiempos, la buena charla y el aprendizaje dogmatico no sirven para comprar el pan.

Oliver
Pero eso no era nada. El pobre hombre obstinado en la dominación mundial. Si le hubieran dejado todos estaríamos jodidos.

Virgilio
Jodidos, pero sonrientes. Así como él mismo.

Oliver
Entonces vinieron otros tiempos. La llegada de Johan, el cuarto Escorpión, el maestro que fue derrocado no bien saliendo del Alma Mater. ¿Cuanto duró con nosotros? ¿Unos tres meses?

Virgilio
Quizás menos. Nunca se adaptó. No estoy seguro si por superior o por debilucho. De cualquier forma, el Circulo era Circulo y no habia mal que por bien no viniera.

Oliver
No podría estar mas de acuerdo.

Oliver y Virgilio se quedan otro rato en silencio. Oliver se dá cuenta que a la mitad de la tierra remojada, hay una rosa empobrecida. Se levanta el cuello de la gabardina y se cruza de brazos.

Oliver
¿Ha venido María?

Virgilio
¿Quien más? Esa mujer siempre fue lo que Cristos necesitaba y al final solamente se conformó con besar un frío pedazo de falo, de gatillo y balas de plata. Freud ya se lo hubiera sentenciado.

Oliver
Irónico. Pero no hay que decir que no lo intentó. Tuvieron su largo tiempo juntos. Quizas más del que tu y yo tuvimos con nuestras esposas.

Virgilio
Pero también se acabo antes. Cristos se encerró demasiado en sus fetichismos antisociales y de dictadura espiritual que se olvidó del estatuto. Ya lo habiamos dicho, sino somos material de felicidad, al menos podiamos embellecerle un poco el mundo a una mujer.

Oliver
¡Y que mujeres nos tocaron en la vida! Unas si que hicieron difícil cumplir el juramento.

Virgilio
Fríos y lógicos, pero romanticos. Vaya combinación.

Oliver
Vamos, tambien muchas otras veces ellas no eran las del problema. Sino el ecosistema en el que crecieron.

Virgilio
¿Lo dices por Paulina? Que mujer. Que coraje, que intelecto y que terrenal.

Oliver
Ella misma. La única mujer que realmente pude querer sin polvo de por medio. Estúpido medio, pero que fuerza la de ella que aún así, a huracan y maremoto siempre se levantaba al filo del barranco y nada la azotaba. Daba gusto estar enamorado de ella.

Virgilio
Mía no estaba tan alejada de ello. Aunque simplemente era mas propensa a la impaciencia. Yo era joven y testarudo, cometí muchos errores.

Oliver
Algo muy normal, supongo. Con Paulina tambien me sucedió. Y jugamos demasiado tiempo a cortar comunicaciones y retornar aún mas enamorados.

Virgilio
Eso fue lo que me faltó. Pero a Lucy nunca le pedí nada. Ella tambien tenía su carisma y chispa. Los padres, esos, sus padres fueron en este caso el ecosistema que la contaminó. Para cuando por fin pude arrancarla del seno paterno ella estaba casi al punto del marchite.

Oliver
Lo hiciste bien. Siguió adelante y se recuperó. Cumpliste bien tu parte del juramento. Y sin estar orillado a ello.

Virgilio
Lo mismo digo, compañero, lo mismo digo.

Oliver
Aún así, pobre de María. Ella sí que perdió más de lo que Cristos. Se adelantaron demasiado a su tiempo, como cierta música de los sesenta. Ya cuando Cristos, siempre mas joven que nosotros, habia llegado a nuestra edad, donde despertamos en intereses sexuales, intelectuales y emocionales, ya solo le quedaba desaburrirse y romper esquemas como lo son los romances y salidas al café.

Virgilio
Creo que fue en la reunión del difunto Johan cuando fue la ultima vez, y de las pocas veces, que nos reunimos a beber algo juntos. Ya transtornado el pobre ni dormía. Muchas veces llegué del hospital a casa suya, muy entradas las tres de la mañana, y todavía me abría la puerta con las ropas de domingo. ¡Ah! Y con esa sonrisa tetrica que lo caracterizaba.

Oliver
Imaginate. Esos tiempos. Yo de ida y vuelta hasta el balcón de Paulina, esperando que siguiera en pie. Desgastandome el alma en buscar soluciones o solo buscando resultados de abrazarla a quemaropa mientras bebía y fumaba, y me mataba escribiendo. Tu, tu rompiendote la cabeza entre la especializacion, tu mujer que te tenían prohibida como cuento medieval y el trabajo en la choza de antigüedades. Johan aparte, entrando al mundo empresarial de ganar dinero para ganar dinero y tener mas dinero; su mujer tan sensual, tan indiferente, tan infiel y él aburriendose frente a su piscina viendo a los nietos crecer en el mundo que tanto atacó de joven. (Oliver suspira largo buscando aire en el pesado cementerio) Y Cristos...

Virgilio
Cristos insomnico, catastrofico y genio. No olvides que aun a su pesar, fue un genio. Torturado por lo que leía y conocía y se regocijaba.

Oliver
Pero vamos, tu y yo también hicimos lo mismo. Practicas de campo, que fue todavía más preciso. Saliamos a ver el zoologico humano y a imaginarnos como era que se tropezaban con la misma piedra dos veces. Apostabamos a lo que eran y muchas veces dabamos al clavo.

Virgilio
Ahí está entonces. Teníamos la idea teorica, la practica y la dogmatica. Por eso el Circulo funcionaba tan bien.

Oliver
Ahora es otra cosa. Ahora no puedo negar sentirme un tanto perdido. Me hace falta el racionamiento joven de Johan y las ideas temibles de Cristos.

Virgilio
Ya estamos muy viejos y muy jovenes para eso. Que reconstrucciones ni que nada. Para eso tengo el vino.

Oliver
Muy viejos y muy jovenes. Tambien muy tristes y muy abandonados.

Virgilio
Quedamos solo tu y yo. La tontina sigue su curso y no queda más que acostumbrarse al hecho de que el Escorpión esta quemandose en las brazas.

Oliver
En fin. Solo espero que el día en que me muera, recibir la atencion de una rosa, como el muy idiota de Cristos. Sería encantador tener bien decorado el panorama.

Virgilio
Bueno, me retiro ¿Necesitas que te lleve?

Oliver
No, me quedaré un rato más. A disfrutar del buen clima que Cristos nos ha enviado. No aprovecharlo sería descortés.

Virgilio
Va. Cuidate Oliver.

Oliver
Lo mismo te digo, Virgilio.

Virgilio sale poco a poco del escenario, y antes de salir saca una licorera del saco. La abre sin dejar de caminar y le da un sorbo. Cuando ya la está cerrando desaparece de la vista. Oliver se queda de pie, mirando la rosa. Enciende otro cigarro y mira al cielo.


Acto III

La unica luz en el viejo cementerio es el de un par de faros que alumbran los andenes. La noche se ha apoderado del lugar y Oliver se encuentra observando con un gesto de seriedad inquebrantable las tres lapidas seguidas frente a él. Oliver ahora se ve mas jóven. Tiene el rostro aún sin acabar y se puede divisar facilmente que aparenta unos veintiun años.

Junto a él se encuentra una maleta desgastada de cuero. Oliver se termina el cigarro a medio consumir y lo tira al suelo, presionandolo contra la tierra con el pie derecho.

Despues de unos momentos se agacha hasta la maleta y la abre, utilizando los numeros de combinacion correctos. De ahí saca una copa globo y una botella empolvada de cognac. Se puede apreciar que la botella tiene muchos años de guardada en un rincón. Quizas veinte, quizas treina, quizas cincuenta años. Se levanta llevando la copa y la botella en una sola mano y comienza el proceso de abrir el viejo vino. Vierte un tanto de él dentro de la copa y deja la botella en el suelo.

Oliver se toma el trago de un solo golpe. Sin pensarlo.

Nuevamente sirve otro tanto del Cognac sobre su copa y se levanta. Esta vez no se la bebe de golpe, sino que da pequeños sorbos mientras sigue viendo a los otros tres cardenales enterrados. Mira sus siluetas formadas por la tierra perfectamente delineada. La unica flor está sobre la tierra que baña a Cristos, pero es aquella que María le había dejado un tiempo atrás. A punto de quebrarse por la deshidratación y los años.
Oliver saca de su bolsillo una cajetilla de cigarros y toma uno para él. Lo enciende y sigue mirando por un corto rato mas a los tres camaradas.

Oliver
Si. Ya lo ven. Tarde pero he venido. Me conocen. Y como habia estado establecido me he ganado el derecho a la tontina. Pero, llevo tiempo pensando lo mismo, desde que supe la noticia de que Virgilio se había ido ¿Es realmente ganar el hecho de tener a los otros tres cardenales muertos y en silencio? Beber así no es beber, señores. Beber sin compañía y a la anticuada luz de un cementerio es romperse a pedazos. Casi una mofa. Entonces ¿Es eso? ¿Se están burlando de mi y de mi situación de vivo? ¿Del que se levanta acá arriba todavía cada mañana pensando que no le quedan muchas opciones al morir? Arrepiéntanse de haber tomado cada uno el distinto camino que me ha dejado a mi aquí, en calidad de vago, brindándole a tres pobres pedazos de roca. Mírense bien y díganme si no ha sido una bajeza el haber jugado a la ruleta rusa y haber ganado. ¿Y que es lo que me queda a mi? Ya tomaron los envenenamientos, los canceres efímeros y hasta las balas de plata en la cabeza. A mi solo me queda el peor de los casos. A mi solo me queda esperar a que la muerte llegue y que me lea mis derechos. Solo, así, con esta última botella de cognac. La que nos tomó mas de cincuenta años solo para darnos cuenta de que el Circulo Escorpión ya no es un círculo. Ni un triángulo; mucho menos línea. No. Ya solo queda el punto. Ese punto final que en las letras significa “se acabó”. El que deja una pauta a la incertidumbre. (Oliver da otro sorbo a su copa, lentamente) Lo sé, el círculo me espera en el infierno. Porque el Circulo Escorpión es ese círculo del infierno al que Dante se le pudo haber olvidado por completo. Por incompleto. El Circulo Escorpión es ese salto reservado, muy privado, restringido, casi un coto, de cuatro hombres casi bestias. Animales ponzoñosos. Con venenos mortales, incluso para los mismos. ¿Y para que tendríamos que estar en el Limbo? Nada de neutralidades. O Paraísos o mundos post-apocalípticos. Nada de conformismos. Mejor arder en el infierno; al cielo ni aspiramos. Pero no esperen un saludo de mi parte, ni un abrazo de hermandad cuando yo llegue hasta los campos de sulfuro. Porque beber asi no es beber, señores. Beber sin compañia y a la anticuada luz de un cementerios es romperse a pedazos. Es morirse sin morir. Es un dia del juicio sin los otros tres jinetes. Es saber que el 1% esta dividido a su maximo exponente y hay una bestia allá afuera que no compadece a los minoritarios. (Oliver se toma el resto del trago de la copa y arroja el vidrio al suelo. Toma la botella y bebe directamente de la boquilla. Toma aire) No. Ya no me queda nada. Se ha ido todo lo que una vez me importó. Mi mujer, mis amigos, mi familia y lo que restaba de mi fuerza. Me han dejado sin el aguijón y me quedo aqui retorciendome en la inmundicia. Y la tontina, que curioso, la tontina ha sido solo un juego. No fui consciente de lo que eso ocasionaría al proponerlo, aquella ultima tarde donde, sentados alrededor de una mesita de madera, escuchabamos el repetir de Mick Jagger y su You can't always get what you want. La botella a medio terminar y el sabor de ese cognac habia sido tan bueno que soñabamos como sería hacer gargaras con él a cincuenta años a futuro. Me imaginaba otro panorama. Me imaginaba brindar con ustedes gustoso y sin revuelta. Acompañado de Paulina y de mis hijos. Acompañado con los recuerdos que ahora me atormentan. (Oliver se lleva la botella a la boca y se termina lo que queda del vino. Se mantiene en pie aun a penas. El cuerpo ya le traiciona y esta constantemente al punto de caerse) ¿Quieren saber a que sabía este cognac a cincuenta años a futuro? A vino. Nada mas que a vino. Con olor a muerto y un circulo hecho punto. Y punto, camaradas, y punto.

La botella se le resbala de las manos al joven Oliver y como puede, sale del escenario. El suelo se queda entonces así, con la tierra removida, miles de colillas a medio terminar, una copa quebrada de un lado y la botella vacía del otro, sobre la tumba de Virgilio. Una flor marchita sobre Cristos y un cigarro sin consumir, empapado y viejo, sobre Johan. Una maleta recostada en el suelo y tres cardenales sentados al espectaculo. Riendose desde quien sabe donde solo por la buena interpretacion. Suenan los aplausos de los otros muertos enterrados, de aquellos del 99%, y el telón cae.