Crónicas de un desayuno continental
Por J.P. Medina
Desde que Larisa trabaja en ese viejo café
yo ya no duermo mucho tampoco. Su horario le exige, puntualmente, presentarse a
las diez de la noche en aquel tugurio de carretera y colgar el delantal a las
seis de la mañana del día siguiente, toda la semana con un solo día de descanso.
Al mismo tiempo, el mío me exige ir al sitio a las ocho de la mañana y entregar
el taxi a las seis de la tarde, por lo que vernos había resultado ya una
difícil tarea. Por esa razón, terminando con la jornada laboral llego a casa,
como algo con ella y me acuesto a dormir, dejando la alarma para las diez de la
noche. Larisa sale entonces a las nueve para alcanzar el último camión del día
y yo despierto un par de horas más tarde, me doy un baño y salgo a buscar a
Felipe, compañero de sitio, para que me regale un aventón hasta el café. Lugar
donde he pasado la noche por las últimas dos semanas.
Este pequeño no es exactamente un negocio
prospero o moderno, pero satisface las necesidades de los clientes. Hay unas
cuantas mesas distribuidas arbitrariamente por el local, dos de ellas mirando a
la ventana; una barra que separa la cocina del comedor y unos baños al fondo
que por siempre serán el lienzo de artistas trotamundos. Finalmente, en una
esquina muy bien iluminada, está instalada una rockola que el dueño a colocado
para amenizar la digestión de los comensales. De vez en vez, cuando la consola
no tiene créditos disponibles, toca una canción al azar que siempre es una
buena elección.
Todo esto conforma el pequeño café de
Mario, quien es el que le da el nombre al establecimiento y además es también
el dueño, gerente, administrador, cocinero y hasta abogado de oficio del
negocio. Todo un valiente si es que se atreve a abrir un lugar como ese a la
mitad de la nada, con ningún otro cliente más que el ocasional perdido o el
conductor nocturno.
Aquella noche, específicamente, no había
mucha gente cuando yo había llegado. La campanilla sonó al abrí la puerta y Mario
salió de la cocina a recibirme, sin salir de la barra. Larisa estaba atendiendo
otra mesa, por lo que fui a sentarme en el lugar próximo a la ventana que da a
la carretera. Justo frente a la rockola, que en ese momento sonaba Bye Bye Blackbird, interpretada por John
Coltrane y Miles Davis.
-¡Oye, Mario!- exclamé, buscando al dueño
con la mirada a través de la cortina que daba a la cocina.
-¿Qué sucede muchacho?- contestó él, sin
salir de su área de trabajo.
-¿Crees que algún día pueda haber otra
música en este aparato?
-¿Qué dices? ¡El jazz llegó para quedarse!
Sonreí y miré alrededor, tratando de
aclimatarme. A parte de mi, sólo había una pareja de ancianos campesinos al
otro extremo del lugar y el chofer de un camión que estaba estacionado afuera,
uno de esos hombres que se convierten en clientes habituales. Una ligera lluvia
había comenzado hace apenas unos minutos y ya se podía sentir el sofocar del calor
de la tierra.
-Hola, Corazón- dijo Larisa interrumpiendo
el ensueño. En sus manos traía la carta del menú, pero se abstuvo de entregármela.
-¿Cómo vas a querer tus huevos hoy?
-Muy bien, veamos… - pensé. –Dile a Mario
que esta vez quiero huevos gratinados.
Larisa rió delicadamente y anotó la orden
en su libreta. Me pidió que esperara mi orden y que enseguida me iba a traer
una taza de café. Acto seguido dirigí la cabeza hasta la cortina.
-¿Escuchaste eso Mario? ¡Quiero ver que
cumplas con la garantía!- exclamé.
-¡Puedes apostarlo!- contestó.
La garantía no era otra cosa que un pequeño fragmento en el
menú que avisaba que los huevos eran siempre preparados al gusto. Sin
distinción ni censura, por lo que desde el tiempo que llevaba viniendo al café
por las noches, había estado retando al buen cocinero a cumplir cada uno de los
caprichos que tuvieran que ver con estos.
Pasados algunos minutos la puerta de
entrada volvió a sonar con su tintineo de campanilla. Un hombre maduro,
desgastado por los años, entró con las ropas empapadas. La lluvia se había
intensificado, pero mi atención estaba puesta sobre aquel sujeto. Anteriormente
había dicho que la razón por la que había estado pasando las noches en aquel
lugar era para evitar los conflictos de horario entre Larisa y yo, pero había
una razón más: él.
La rockola llevaba ya un rato en silencio.
El hombre se sentó a dos mesas de mí y Larisa no se acercó, al principio, a
entregarle la carta. Mario había salido para observar al recién llegado y le
había dicho a Larisa que él se encargaba del asunto; pero ella, orgullosa como
siempre, negó aquella orden y se acercó indignada hasta la mesa del hombre en
cuestión. Los demás clientes se dieron cuenta de su presencia y el aire se
llenó de una tensión desmesurada.
-¡Buenas noches, bella señorita! Lamento no
haber pasado estas últimas semanas pero hubieron demasiados encargos para este
mes y el tráiler ya no es lo que era antes…
-Buenas noches. En un momento paso a tomar
su orden- interrumpió ella enseguida, ignorando la conversación del viejo conductor. Este, al verse rechazado,
tomó del brazo de Larisa con fuerza y sonrió.
-¡Espera! Ya sé muy bien qué es lo que
quiero para esta noche, pero no es algo que encuentre en el menú.
En ese momento, víctima de la escena
suscitada, me levanté de mi lugar haciendo un ligero estruendo con la taza de
café. El hombre volteó a verme y soltó a Larisa.
-¿Algún problema, jovencito?- dijo él,
tratando de apaciguar la situación. Larisa caminó hasta la barra y yo seguí
hasta encontrarme a pocos pasos de aquel hombre.
-Acabo de enterarme hace poco que has
estado molestando a sobremanera a Larisa durante los últimos meses. ¿Puedo
saber porqué?
El hombre estuvo callado unos instantes,
hasta que soltó una carcajada que incomodó al resto de los comensales. Se
levantó de un impulso y, gracias a su altura, se quedó mirándome fijamente
inclinando la cabeza. Esto no provocó en mi el ligero nerviosismo, pero sabía
con certeza que tenía las de perder en una confrontación. El hombre comenzó a
provocarme con palabras, pero al momento en que hubo un roce Mario salió de la
cocina y se paró muy cerca de los dos. El chofer del camión también se levantó.
Sólo la pareja de ancianos siguió sentada, nerviosos y asustados. El sujeto, en
vista de la superioridad numérica, me hizo a un lado y habló:
-De acuerdo, de acuerdo. Me iré. Pero antes
¿podría pasar a su baño, si no es mucha molestia?
Mario tuvo que aceptar a regañadientes. El
viejo conductor caminó hasta el baño y todos regresamos a nuestra cena. Larisa,
en especial, corrió a regañarme por la imprudencia de mis actos. La rockola
volvió a escoger otro buen éxito: Camptown
Races de Dave Brubeck.
-Si hubiera sabido que para eso querías
estar aquí me hubiera negado desde el primer día a que vinieras.
-No iba a pasar algo como eso de largo,
Larisa.
-Lo sé. Gracias. Que quede claro que eres
un idiota, pero gracias a fin y al cabo- contestó ella con un beso en la
mejilla. Ambos sonreímos un poco y ella regresó a la barra.
La lluvia se intensificó a tal grado que el
chofer del camión tuvo que posponer la salida para después. La pareja de
ancianos, que parecía eran pasajeros suyos, se quedaron estancados también con
él. De vez en vez la señora se levantaba e iba al baño, pero después de un rato
se quedó dormida recostada sobre la pared; mientras que su esposo, apoyado con
el bastón, caminaba de aquí para allá, conversando con Larisa o con el chofer.
Durante algún momento de la noche la tormenta provocó un apagón que duró cerca
de 10 minutos, dejando inconclusa la hermosa melodía de Checkfield, A look to América, que había escogido
apenas unos minutos atrás. Larisa me entregó la cena, cuando la luz regresó; y
Mario sólo miraba desde la parte trasera de la barra regodeándose de que el
buen cocinero había cumplido con la garantía. El café fue servido algunas
rondas más y la rockola mantuvo un trote de descanso y carrera.
Sin embargo, fue después de un rato que nos
dimos cuenta de que el viejo conductor del tráiler no había salido del baño.
Mario, con la paciencia agotada, fue a buscarlo. Al entrar, una escena escalofriante
lo hizo retroceder y salir corriendo. Sin saber que fuerza fue la que me llevó
a abrir la puerta del baño, me encontré con el sujeto en medio de un charco de
sangre. Fue un vistazo rápido, pero los detalles se quedaron grabados dentro de
mi cabeza: varias marcas de apuñalamiento en la parte baja del torso y unas
cuantas más en el pecho; el pantalón se encontraba desabrochado y las manos
agarrando las paredes laterales del pequeño cubículo, víctima de una caída que
no pudo detener. Contuve la nausea el tiempo suficiente para observar otras
partes del baño. La llave del grifo estaba un poco abierta y había algunas
manchas de sangre diluida en el contorno de esta. Quien quiera que hubiera sido
no tuvo mucho tiempo para eliminar cualquier rastro de lo acontecido. Salí
después de eso, el olor a sangre me tenía mareado.
-¡Cof, cof! ¡Larisa, llama a la policía!-
exclamé, inmediatamente al salir. Larisa corrió hasta el teléfono pero volvió
no pasados unos segundos.
-No hay línea, Oscar, parece que la
tormenta arruinó los cables telefónicos.
Maldije la suerte. No es que no estuviera
feliz de la muerte de aquel tipejo, pero no dejaba de ser una muerte horrible
que no se le podía desear a nadie. Mario se acercó a mi y ambos concluimos en
que aquel que había matado al viejo conductor debía seguir en el
establecimiento. No sólo por la tormenta, sino también porque no habíamos
escuchado, en ningún momento, el tintineo de la campanilla de la puerta
principal. Nadie había salido ni entrado desde que el hombre había pedido
utilizar el baño. Con esto en mente, pensé que sería un riesgo el tener a
Larisa en un lugar así sin saber quien había matado a aquel pobre diablo.
-¡Muy bien todos, escúchenme!- dije en un
de repente, atrayendo la atención de los demás. –Para los que no sepan todavía
alguien mató a un hombre en el baño hace apenas una media hora. Creemos que el
asesino no ha salido del establecimiento ni es alguien ajeno a los que
estábamos cuando lo vimos llegar. Si no es mucha molestia ¿Podrían decirnos
cada quien donde estaban y que estaban haciendo durante esos treinta minutos?
Con esto dicho nadie se atrevió a
cuestionar la sugerencia. Mientras que yo le preguntaba al chofer y a Mario
sobre lo que habían estado haciendo, Larisa se dedicó exclusivamente a la
pareja de ancianos que se encontraban sumidos en el miedo.
Al cabo de un rato Larisa y yo
intercambiamos lo que habíamos estado escuchando y todos parecían tener una
coartada lógica y sustentada. El chofer había estado leyendo el periódico e
inclusive había terminado el crucigrama que venía en la parte de sociales. Nunca
se levantó al baño y durante el apagón fue él quien ayudó a todos con una
pequeña linterna de bolsillo. Mario, el cocinero, estaba muy ocupado en la
cocina con el platillo que me debía. Ya había salido antes la comida del resto
de los comensales y el mío fue el último en preparar por la dificultad que esta
tenía. Cuando se fue la luz, Mario estaba revisando los fusibles afuera. No hay
testigos de ello pero la lluvia seguramente lo hubiera empapado, y el baño,
además de la sangre, estaba completamente seco, al igual que la víctima. Larisa
dijo, brevemente, que los viejos habían estado todo el tiempo en el comedor. La
esposa había ido algunas veces al baño, pero el crimen se había cometido en el
de hombres, no en el de mujeres. Su esposo nunca fue al sanitario y cuando se
produjo el apagón estaba al lado de su esposa. Como acotación dijo que incluso
había escuchado toda esa canción que yo había elegido en la rockola
(refiriéndose a To look for América).
Miré de reojo a la pareja de ancianos y me di cuenta de que la señora seguía
dormida, recostada sobre la pared. Puede ser que la vejez impida incluso el
despertarse a la mitad de un asunto de homicidio.
Mario se acercó y me preguntó sobre Larisa
e incluso sobre mí. Era obvio que teníamos que dar un pequeño testimonio de lo
que habíamos hecho, pero no por ello me sentí menos molesto por ello. Larisa
estuvo todo el tiempo a mi lado durante el apagón, y yo había sido visto por el
chofer con su lámpara de bolsillo en algunas ocasiones. Antes de ello estuve siempre
a la vista de todos mirando a la carretera, tomando mi café y escuchando la
música de la rockola.
-Sí, incluso fue él quien buscó To look for América en la consola- dijo
Larisa en un intento de protegerme. Entonces, como un rayo, pensé en la
inconsistencia del testimonio de cierta persona. Lo miré desde lo lejos y sentí
una pena que no podía disimular. Caminé hasta él y me senté a su lado.
-Hola señor, mi nombre es Oscar ¿puedo
saber cómo se llama?
-Isaías, muchacho- contestó el anciano, un
poco nervioso y asustado.
-Bueno, Don Isaías, ¿Me puede decir que
hacía antes del apagón? Sólo para estar seguros.
-Ya se lo dije a la señorita… estaba aquí,
con mi mujer, cuidándole el sueño. Hablé un rato con la camarera y también con
el chofer, para saber cuando íbamos a salir.
-¿Y la canción?
-¡Ah, si! Una hermosa melodía la que
escogiste, jovencito. Desde el principio hasta el final. Un poco nostálgica.
-…Gracias, Don Isaías, pero no creo que
haya podido escucharla completa- el viejo se sorprendió por ello y me dirigió
una mirada de súplica. –Verá, cuando una rockola se apaga a la mitad de un
apagón esta no se enciende hasta que se desconecte y vuelva a conectarse. Para
eso, si una canción sigue en el repertorio a la espera se mantiene así hasta
que es encendida.
Mario se dio cuenta de que, efectivamente,
la rockola no había sonado en ningún momento después del apagón. Se le había olvidado
reiniciarla. Para cerciorarse de que no estuviera equivocándome caminé hasta la
consola y la volví a encender. Hubo un largo silencio hasta que por fin A look to América comenzó a sonar, desde
aquella parte donde se había quedado. El violín, ligero y triste, comenzó a
resonar a través de las cuatro paredes del pequeño negocio. La lluvia ya se
estaba calmando para ese entonces.
-…Si, fui yo.- exclamó, a punto del llanto.
– Ese hombre… ese hombre es malo. Él… atacó a mi esposa hace algún tiempo. Le
hizo cosas…
-No dudo que haya sido así… pero Don
Isaías, creo que no fue usted el culpable.
Todos se quedaron callados. No se necesitaba
ser un genio en ese momento para saber cuál era la verdad detrás de los
acontecimientos de esa noche. Pasé los ojos hasta la señora, la esposa de Don
Isaías, quien seguía dormida con un respirar fuerte y sudor en la frente. No lo
habíamos notado, pero la señora estaba recuperándose de una fuerte agitación.
Cuando el hombre se había dirigido al baño, la mujer se quedó un tiempo sufriendo
en silencio una crisis nerviosa que la hizo ir varias veces al sanitario a
refrescarse. Durante su último viaje, en lugar de entrar al baño de damas,
entró al de hombres. Sabía aquel desgraciado seguía ahí, pues no lo había visto
salir. Revisó cada uno de los cubículos hasta encontrar el que tenía los
zapatos enlodados. Tocó a la puerta y esperó. No había respuesta. Volvió a
tocar varias veces hasta que aquel hombre contestó con insultos que lo dejaran
en paz. Ella insistió, sacando de entre sus ropas un machete muy utilizado en
el campo. Cuando el hombre abrió la puerta la mujer clavó el filo del arma en
la parte inferior del torso de aquel pobre diablo. Una y otra vez. Terminado el
acto fue al lavamanos y se enjuagó superficialmente. Se colocó el arma, también
enjuagada, entre la ropa y salió. Fue Don Isaías quien, cuando se dio cuenta
del machete ligeramente ensangrentado, salió al baño de hombres aprovechando el
apagón para clavarle un par de veces más el arma al pecho del hombre, para así
incriminarse por si hubiera necesidad de ello (la diferencia de altura
indicarían que había sido atacado por un hombre de la estatura del viejo
conductor). Escuchó parte de la canción, pero su mente estaba en otro lado, por
lo que no se dio cuenta de que al apagarse la luz se había apagado la música
también. Eso fue el acabose.
-No es mala… ese hombre lo era… la atacó.
Abusó de ella y de su fuerza… y mi pobre Dolores se ha quedado muda desde
entonces… ¡Lo merecía!
Y
nadie pudo detener el llanto de un hombre que pedía a Dios por el bienestar de
su mujer. Ni siquiera el estruendo de un trueno allá a lo lejos. Todos nos
quedamos en silencio.
-¡Mario! ¡Huevos Florentinos!
-¿Qué no te cansas de comer siempre huevos,
Oscar?- preguntó sonriente Larisa, anotando la orden sólo para mantener un poco
de organización, pues Mario ya había escuchado el pedido y se disponía a
mantener el reto a flote. –No tardo, Corazón, traeré el café.
Han pasado algunas semanas de aquel
incidente nocturno. El café estuvo cerrado algunos días pero re-abrió sus
puertas hace apenas un par de noches y yo había vuelto a no volver a dormir
mucho. Como Larisa.
La carretera se mantiene en silencio, con
ocasionales brisas que hacen melodía al romperse en los acantilados. No hay
mucha gente, como de costumbre, pero la música sigue siendo atinada y
refrescante. Hubo algunos cambios, claro. Los baños ahora tienen cámaras de
vigilancia para evitar nuevos altercados y afuera, cerca del olmo que da sombra
al pequeño establecimiento, yace un montoncito de tierra que nadie va a
extrañar. Sobre todo no Don Isaías y su esposa, quienes prometieron volver
pronto para acompañarnos en la velada.
-Por cierto, Oscar ¿porqué sigues viniendo
a pasar la noche aquí si ya no hay algún peligro?- pregunta Larisa, después de
servirme el café.
-Bueno, esa no era la única razón. Verte es
razón suficiente para siempre regresar, Larisa.
Ella me regala un beso y vuelve a la barra.
Mientras tanto, Bebop, de Dizzy
Gillespie, sigue sonando en la rockola y todavía quedan bastantes recetas con
huevo con lo que entretenerme por el resto de las noches.
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