sábado, 8 de septiembre de 2012

El Expreso de la Mujer Desnuda [+18]


El Expreso de la Mujer Dormida
Por J.P. Medina

      Cuando el reloj da las tres y cinco de la tarde, Inés ya se encuentra sentada sobre el pasto, jugando con una margarita entre sus dedos y mirando de reojo hacia las vías de acero que cruzan todo el campo desde el horizonte de verdes prados hasta más allá de las desgastadas montañas del norte; mientras pasa con los dedos la historia de María, de Jorge Isaacs y se acomoda los lentes con elegancia. 
      Por nada en el mundo ha faltado ella a esa diversión suya de esperar al ferrocarril vespertino que hace temblar a las flores a su alrededor. 
      No sabe exactamente qué es lo que puede llevar en sus adentros, pero suele imaginarse, día con día, que trae consigo un cargamento de increíbles tesoros y artefactos mágicos, desconocidos para todos menos para Inés. Se imagina también que aquella fachada de tren, corrida y desgastada, es sólo el uniforme predispuesto de un enorme ciempiés que lleva en sus espaldas a viejos gnomos tristes, hadas de alas rotas, sirenas de voz perdida, princesas reponiendo el corazón y caballeros sin caballería. 
      De lo que ella está completamente segura es que aquel ferrocarril es la única conexión entre su mundo, aburrido, abandonado y solitario, y un majestuoso reino de cielos color turquesa y faroles que iluminan las fantásticas estructuras perdidas en la infinidad de las alturas con un hermoso violeta brillante.
      -Algún día subiré en él- piensa ella, cuando el sonido de precaución se dispara desde la luz roja del semáforo y la barrera elevada cae con mucho cuidado para evitar el paso entre el camino de tierra y los rieles de acero. 
      Entonces mira al horizonte, en dirección a donde el sol busca refugio muy lentamente, y ve aparecer aquel humo blanco que se eleva por la chimenea entre la bruma del espejismo. Se levanta apresurada de su cama de flores y corre feliz a la barrera ya baja para estar cerca de aquel sueño de un mundo más allá del suyo. El ferrocarril cruza frente a sus ojos y la brisa le arrastra la falda señalando la cabina que ya desaparece al otro lado del vaivén. 
      Solo le bastan cinco minutos de aquel maravilloso espectáculo para ser feliz el resto del día. Por cinco minutos puede sentirse tan cerca de aquellos seres mágicos que, si se esfuerza, puede tocarlos a través de la muralla de fuertes vientos cuando la melodía de acero sobre los rieles pasa por unos instantes. Entonces, despidiéndose de su amigo el gran ciempiés, recoge la canasta llena de frutas y libros del suelo, se seca el sudor de la frente con el brazo libre y se pierde ella también al final del camino de tierra, donde un bosque de arboles delgados coronan los cielos con sus hojas alborotadas. 
      Ahí, en medio de aquella nada de melodías aviarias y murmullos de hojas secas, Inés gusta de sumergirse en un lago escondido; dejándose las ropas aparte para abrazar la calma del agua serena con su cuerpo desnudo. Se suelta el cabello, negro y abultado, sumerge poco a poco la piel blanquecina al gran espejo profundo y termina por cerrar los bellos ojos castaños solo por un momento mientras se acostumbra al temple de su estanque.
      En ocasiones, si el tiempo es bueno, los peces salen a recibirla acariciando sus piernas y aquella mujer, divertida como solo ella, acepta un desafío sin pronunciar y nada en círculos persiguiendo a sus compañeros de natación. Con distinción y gracia, con belleza y travesura.
      Pasado un rato, el cielo anaranjado le indica que es hora de volver a casa. Se viste sin prisa y camina entre las piedras siguiendo un camino inexistente que ella conoce muy bien. En poco tiempo llega hasta el pueblo y se pone a danzar entre las calles en ruinas tarareando una canción que ha inventado o que ha escuchado alguna vez pero que ahora ya no recuerda de donde. 
      Va hasta la biblioteca y coloca los libros de la canasta en uno de los estantes a medio llenar. Toma un par de libros más del suelo, donde yacen acumulando polvo en una pila triste, y se acomoda los lentes para apreciar con más detalle las imperfecciones de las portadas. Cuando encuentra uno que le llame la atención lo mete en la canasta y sale contenta mordiendo un durazno. Regresa al pueblo y se imagina a la gente de su literatura recorrer contenta las calles, pero hace mucho tiempo que vio al último de los hombres desaparecer entre la cortina de humo y hollín y a olvidado cómo sería estar con un semejante. Sólo le queda la imaginación y su tren vespertino para sentirse acompañada.
      Ya en casa, Inés se cambia de ropa por una más cómoda y se mete a la cama envolviéndose el cuerpo con las sábanas limpias; desde la punta de los pies hasta la parte alta del pecho. Toma el libro del canasto y empieza una vez más la lectura que espera la pueda sacar de su pueblo fantasma; hasta que los parpados le pesan y se queda profundamente dormida, con una sonrisa en el rostro y el libro abrazándole el vientre desnudo ya de las cálidas sábanas.
      El último día de verano, sin embargo, el tren no llegó a las tres y cinco como estaba siempre estipulado. Al contrario de ello, llegó con un retraso de diez minutos e iba a paso de peatón. Sin la necesidad de correr, como era su costumbre, Inés se acercó al barandal un poco preocupada por su amigo el gran ciempiés. Justo en aquella intersección de su mundo con el otro, las ruedas del ferrocarril giraron cada vez más despacio hasta que al final se detuvieron. Todo en aquel pequeño prado se quedó en silencio ante la bestia que enmudecía.
      Inés, sin dudarlo, se atrevió al tener aquella oportunidad de oro frente a ella. Con uno de sus libros abrazado al pecho Inés se agachó para cruzar la barrera baja y sentir el metal caliente en la palma de su mano. Cerró los ojos y sintió que el corazón de aquella bestia se detenía entre sus dedos, exhausto de todas las carreras diarias que tenía que hacer de un lugar a otro. 
      -Pobrecillo, no te dejan descansar ¿Verdad?- exclamó la joven aventurera consolando al uniformado mientras buscaba la entrada.
      Un eco sordo recorrió el vagón cuando Inés abrió la puertecilla de metal. El interior era igual al pueblo que descansaba al pie de su casita en la colina, triste y sin un alma que llenara los asientos carcomidos por los años. Tenía también las cortinas rasgadas y los pasillos abandonados. No había hadas ni sirenas, pero si luciérnagas de polvo que flotaban a su alrededor como para reconocerla entre la soledad de un ferrocarril sin vida. Inés no se desanimó, al contrario, caminó por los pasillos con una sonrisa compasiva, tierna y cariñosa, pasando los suaves dedos por los asientos empolvados. 
      De repente, la puerta al otro lado del vagón se abrió de golpe y un muchacho, joven como ella, apareció de entre las sombras. Inés se llevó una mano al corazón, dando un paso ajeno al encuentro. El muchacho llevaba un overol oscuro que disimulaba las cenizas sobre él y un gorro gris en la cabeza que le cubría el cabello alborotado, negro como el de Inés. Además tenía la piel distinta: morena y de un interesante color cobrizo. Así venía entonces, sin mucha prisa, maldiciendo y limpiándose las manos con una pañoleta vieja.
-Damas y caballeros –exclamó entonces dirigiéndose a una multitud de pasajeros inexistentes. –Lamento informarles que no creo posible que lleguemos hoy a nuestro destino a causa de algunos problemas técnicos. Les pido de favor que tengan paciencia mientras arreglo los desperfectos. Si todo sale bien llegaremos mañana temprano. Muchas gracias por su atención y espero que sigan disfrutando de la travesía.
      Sin más que decir, el muchacho volvió de inmediato por donde vino. Inés, por su parte, se quedó intrigada por la presencia de aquel joven. Era el primer hombre que veía en mucho tiempo. Pensó en sus libros y se puso a comparar las imágenes que venían dentro de ellos con el dirigente ya perdido en la oscuridad del pasillo. La distinta forma de su cuerpo, el cabello corto y sacudido, la voz grave que hacía resonar el vagón y la manera en que la había mirado en un momento de su anuncio; todo esto le sacudió el corazón de una manera que nunca había llegado a sentir.
      Quería verlo de nuevo, y además, también sentía una gran curiosidad por el extraño aviso que había hecho hace unos momentos, por lo que apresuró el paso para tratar de alcanzarlo sobre la marcha. Sin embargo, adelantándose a sus intenciones, el muchacho regresó al vagón y se dirigió esta vez a Inés, con la misma calma de hace rato.
      -Le pido de favor que no se levante de su asiento, señorita. En unos minutos vendrá el almuerzo.
      Sintiéndose un poco avergonzada Inés se sentó de inmediato y asintió con la cabeza, colocando su canasta de frutas y libros sobre las piernas. El joven, que parecía ser el maquinista, fogonero y dirigente del gran ciempiés, finalmente regresó hasta la locomotora donde continuó con su tarea de arreglar las fallas técnicas antes mencionadas.
      Inés se quedó callada el tiempo que pasó antes del almuerzo. Miraba a la ventana con el entusiasmo ahogado en un nudo en la garganta, impaciente por la salida del ferrocarril y por la idea de descubrir qué era lo que había del otro lado de las montañas del norte; así como también por ver una vez más al muchacho, quien se mostraba firme en su condición de buen anfitrión. Retomó entonces la lectura pero hizo a un lado la fruta, pensando en que no quería perder el apetito una vez fuera entregado el almuerzo vespertino.
      Al cabo de una hora el joven maquinista regresó al vagón con un carrito de mantel blanco y un platón cubierto sobre este. Se detuvo frente a Inés y destapó la comida. Ahí, en medio del carrito, había un sándwich de jamón con queso, jugo de naranja en un vaso limpio y una adorable florecita cruzada sobre los cubiertos que terminaba de adornar la hora de comer.
      Inés agradeció contenta el gesto y el joven, sin decir nada pero con las mejillas ligeramente sonrojadas, regresó de nuevo a continuar su tarea. 
La tarde, con sus luces anaranjadas, llegó de repente mientras Inés dormía recostada en la pared del vagón que daba a la ventana. La despertó un ruido seco y las maldiciones constantes del muchacho quien libraba una batalla contra la locomotora. La adorable bibliotecaria sacó la cabeza por la ventana y miró al maquinista llevar la ropa todavía más sucia y el rostro salpicado por las manchas de aceite y humo. Mientras tanto, este revisaba por fuera la cabeza del ciempiés tratando de encontrarle el mal que le afligía. 
      Inés salió tranquila del vagón y se acercó a su capitán, quien no se dio cuenta de la presencia de la joven hasta que esta comenzó a hablar.
      -¿Estará bien?
      -¿Quién?
      -El ciempiés, me pregunto si estará bien. Tiene una tos horrible y parece tener intensos escalofríos- dijo Inés con un aire orgulloso. Había estado leyendo días antes un libro de medicina y sintió que era el momento adecuado para dar su primer diagnóstico. 
      -Pues no lo sé. Usualmente trabaja muy bien. Pero hoy, como si nada ¡Puf! Una terrible congestión nasal y ya no se movió más.
      -¿Y si lo dejáramos descansar? ¡Si! Ese es mi diagnóstico. El pobrecito sufre de cansancio extremo y ampollas en las patitas. ¿Te imaginas? ¡Tantas patas y con tantas ampollas! 
      El maquinista no dijo nada después de eso, pero sonrió con la ternura de la doctora y aceptó su diagnóstico. Se sentaron un rato en el suelo e Inés le entregó uno de los duraznos que llevaba en el canasto. Agradecido mordió la fruta solo para antes decir:
      -Capitán Ezequiel, dirigente del Expreso Fin del Mundo, a sus ordenes señorita.
      -¿No es acaso el término capitán sólo para la náutica y la milicia, gran señor?- respondió ella, recordando con entusiasmo las grandes aventuras del capitán Ahab en su afán de vencer a la poderosa ballena blanca.
      -¡Y para los que dirigen bestias de acero también! 
      Inés se rió con aquellas palabras orgullosas pero lo ocultó muy bien cubriendo su boca. 
      -Capitán, si me lo permite, desearía darme un baño antes de que partamos. Puede venir si usted gusta, creo que bastante falta le hace.
      Ezequiel, ya terminado su almuerzo, miró sus ropas y sintió una nueva pena por las fachas que llevaba encima. Trató de disimular el disgusto propio y aceptó seriamente la propuesta de la muchacha. También ella se sintió emocionada, no sólo por querer tener un último chapuzón en aquel lago suyo, sino porque también deseaba ver al capitán que se escondía debajo de aquellas ropas de maquinista. Quería saber si acaso era como aquellos caballeros de los cuentos que enfrentaban dragones y grandes gigantes para llegar hasta la princesa atrapada en una torre abandonada. Quería que él fuera como ellos, y esperaba que ella también fuera algo de princesa. 
      Inés llevó entonces al capitán hasta el bosque, cuando los rayos del sol se dirigían a descansar y las primeras estrellas brillaban encantadas por su horario estelar. Se sentó sobre una roca a orillas del lago y se quitó las sandalias con delicadeza y sencillez. Se soltó enseguida el cabello, un poco ondulado y quebradizo, y colocó los lentes sobre una rama que se aproximaba a su izquierda. 
      Pronto las ropas de Inés también desaparecieron. La falda se arrastró allá a lo lejos, dejando libres las suaves y finas piernas de la joven. Soltó los botones de la camisa con mucho cuidado de no perder ninguno, y mientras lo hacía, la redondez blanca de los senos fueron descubriéndose en aquella grieta azul celeste que se iba quedando sin botones. Ezequiel, quien se estaba despojando la ropa también, no podía apartar los ojos de aquel hermoso cuerpo desnudo que con risas se sumergía en un salto en el agua. 
      La figura de Inés, fuerte y a la vez tan delicada, cruzaba por el fondo del lago como si fuese un pececillo más entre los demás. Salía, claro, a respirar un poco de aire y para apresurar al capitán, quien se encontraba con medio cuerpo en el agua, pero todavía algo lejos de la desnudez de la doctora. Impaciente, la joven nadó hasta él y salió lentamente del agua, descubriendo una vez más sus senos del abrigo del agua. El fulgor de las estrellas reflejadas sobre sus pechos empapados, ese cabello largo y rizado que caía buscando el agua; y las mejillas sin el contorno de los lentes, le daban a Inés un brillo excepcional que hacía del corazón del pobre capitán una cajita de música. Inés, al notar cuan diferentes sus cuerpos eran entre sí, le ofreció la mano y lo llevó contenta hasta lo profundo del lago de un solo golpe, sin esperar a que él se preparara.
      Flotando en medio del agua, Ezequiel pudo contemplar el cuerpo desnudo de Inés siendo rodeada por un aura de manto azul cristal. Para él también era la primera vez que veía a una mujer, y también era la primera vez que veía una abrazada a la completa desnudez. Así entonces .a luna, que hasta hace poco estaba resguardada entre los corceles de nube gris, había encontrado a los dos jóvenes nadando en las profundidades del lago. La luz blanquecina que emanaba la reina de la noche llegaba hasta Inés, su hija perdida, y le vestía la piel con las prendas azules de un rey marino. Las cortinas de roca caliza alrededor de ellos dejaron las tinieblas de las profundidades y con la luz de las estrellas mostraron sin vergüenza un centenar de piedras preciosas que se encendían y apagaban como un árbol de navidad. Los brazos de Inés se agitaban suavemente y parecía que flotaba, con suma gracia, en el cuerpo acuático. Una sonrisa traviesa le decía a Ezequiel que en ese mundo también había magia y la acompañó en la risa.
      Un par de horas después, sobre la colina que daba al pueblo abandonado, Inés y el capitán contemplaban el cielo nocturno que guardaba con recelo gris a su reina para otra ocasión. Ezequiel observaba con curiosidad y detenimiento las ruinas al pie de la casita de Inés. Una espesa nube de polvo negro seguía flotando sobre algunas calles empedradas del pueblo, cubriendo las ventanas y la superficie de los carros con una turbia capa de hollín. De entre esa niebla oscura sobresalían las pisadas en un ir y venir desde el bosque a la biblioteca, y de ahí hasta aquel camino que daba a la colina de tierra caliente. Todo el mundo de Inés había sido eso, soledad y ceniza. Volteó a mirarla, y le sorprendió verla tal y como la había visto en el vagón: contenta y emocionada. Así entonces, el capitán sonrió también mientras que nerviosas, las manos de los dos se reunían sobre el césped.
      Para la mañana siguiente el tiempo no había mejorado. Se veían las nubes a punto de reventar sobre el valle y la joven pareja había regresado temprano al Expreso Fin del Mundo para evitar un próximo diluvio. Inés volvió a su asiento mientras Ezequiel regresaba a sus labores de maquinista y dirigente. Esta vez Inés iba preparada. Llevaba en su canasta duraznos, peras y nueces que ella misma había recogido en el campo. También llevaba con ella sus libros favoritos que había conseguido en un último viaje a la biblioteca. Finalmente un cuaderno y una pluma terminaban de adornar la canastilla, pues estaba segura de que iba a utilizarlos para escribir su propia historia, con la misma mágica y perfección de aquellos cuentos que la mantuvieron feliz por tantos años en la inmensidad de la soledad.
      Pasó un tiempo antes de que las primeras gotas de lluvia golpearan las ventanas del viejo ciempiés. En un breve instante aquella briza suave de llovizna y viento se transformó en una tormenta que fue sobrecargando los charcos del pastizal hasta que se hubieron desbordado. Inés miraba hacia afuera intentando divisar al capitán entre la bruma y el frío de las ventanas, pero sólo podía ver una pequeña mancha oscura inclinada sobre las fauces de la locomotora. Dejó entonces sus cosas en el asiento contiguo y salió sujetando fuerte su cabello. 
      -¡Capitán! –gritó ella, pero el ruido de las balas cayendo sobre el suelo impedían que el sonido llegara hasta sus oídos. Inés corrió entonces hasta la caja de humos y se encontró al capitán girando una tuerca con las manos temblorosas. -¡Capitán! ¡Hay que irnos!
      -¡No, debo arreglar el tren! ¡Ya nos retrasamos mucho! –exclamó finalmente Ezequiel, determinado en arreglar los desperfectos.
      -¡Pero capitán… el valle se está inundando! – contestó ella, indicándole el agua que se había formado alrededor de sus zapatos. 
      Ezequiel recostó la cabeza sobre el cofre frío del tren y soltó la llave de tuercas. Inés se dio cuenta entonces de que el capitán luchaba por no dejar salir el coraje y la tristeza. Tenía los brazos llenos de moretones y las manos ensangrentadas. También se dio cuenta de que en todos los años de observar al tren cruzar por su camino este nunca se había retrasado ni había faltado a su espectáculo de dulce melodía de acero y humo blanco. Entendió entonces que el ciempiés estaba muriendo.
      Los zapatos de los dos jóvenes abatidos siguieron hundiéndose en el reflejo cristalino. El lago se había desbordado y olas ligeras elevaban más y más el nivel del agua. Inés se inclinó y miró al capitán esconderse entre la sombra de su gorra gris. 
      -Lo siento mucho, capitán…
      Ezequiel, escuchando esto, miró a los ojos de la dulce doctora y tras una breve pausa la tomó de la mano. Regresaron entonces a los vagones en una carrera que se hubiera convertido en nado. Cansados por el tramo se sentaron uno al lado del otro después de cerrar con fuerza la entrada. 
      -Lo siento también por usted, señorita –dijo el capitán después de recuperar el aliento y esbozando una sonrisa cansada. 
      Inés puso su mano sobre la de él y le regresó el gesto con una risita sincera. Se levantaron y observaron por la ventana el agua cubriendo gran parte del valle. Allá afuera ya no quedaba ni el rastro de las flores bailando con el viento. Como pidiendo auxilio, la rama de un árbol se levantaba del campo acuático con unas hojas que iban desprendiéndose de esta y volaban entre la tempestad. El capitán fue entonces por una manta gruesa hasta la cabina y se la otorgó a Inés, para que se quitara esas ropas mojadas y se mantuviera caliente. Le dio la espalda para regalarle a Inés un poco de privacidad, pero tras unos instantes fue sorprendido por el paso de unas cálidas manos sobre los hombros. Se puso de nuevo frente a la tierna jovencita y esta se puso a indagar con los dedos cada parte y cada gesto que hacía él. Sin mirarlo a los ojos, Inés se puso a reconocer con la piel el cuerpo extraño que había llegado en el tren un día atrás. Le quitó entonces la camisa y sintió los hombros más anchos que los suyos, la barbilla rasposa, el pecho plano que iba desde el cuello hasta el ombligo y, finalmente, los labios que temblaban nerviosos por lo que estaba sucediendo. Volvió a sonreír, un poco nerviosa esta vez, pero con tal emoción que saltó a los brazos del capitán y lo besó en los labios, tal y como había visto hacer tantas veces a la princesa que era rescatada del valiente caballero. Con el impacto, ambos cayeron inmediatamente al suelo. Ezequiel se quedó entonces bajo los ojos resplandecientes de la doctora, sintiendo de nuevo la cajita musical saltando sobre su pecho con aquel dulce beso de durazno.
      -Gracias por venir a rescatarme –exclamó Inés mientras se recogía el cabello por detrás de la oreja izquierda y sentía que el corazón se le iba saliendo de entre la boca.
      El capitán se quedó un rato sin moverse, encantado por el gesto. También él empezó a sentir curiosidad por saber cómo era aquella mujer que, a pesar de todo, seguía sonriéndole al mundo. Pasó las manos por sus mejillas y le retiró un mechón de la frente que le estorbaba para verla bien. Siguió tocando la piel de Inés a través del cuello y desabrochó uno a uno los botones que escondían aquellas cuencas de leche que había visto la noche anterior. Cuando se le descubrieron frente a él, pasó los dedos sutilmente a su alrededor y descubrió que suave era la piel de una mujer, muy distinta a la suya. No era sólo en esa parte, claro, también sobre sus pequeños brazos se podía apreciar una delicada textura que hacían resaltar la belleza de sus manos. Inés se quitó de encima, se terminó de desnudar y se sentó frente a Ezequiel. Él hizo lo mismo y ambos se quedaron observando los cuerpos ajenos que eran tan diferentes uno de otro, tocando rincón por rincón. El cuello grueso del capitán, el vientre frágil de la doctora. Los pechos de Inés que con el ligero roce de las manos de Ezequiel hicieron que todo su cuerpo se estremeciera en el acto.
      Entonces Inés observó que de entre las piernas de su compañero se levantaba un miembro extraño, un tanto feo, y que al tacto se sentía más caliente que el resto de su cuerpo. Ezequiel también se estremeció con la situación, pero Inés continuó tocándolo recordando algunos otros libros que había estado leyendo y es que, algunas noches, había soñado también con los besos, el romance y las caricias más allá de las historias fantásticas de mundos maravillosos. Soñaba con Lolita, Marguerite Duras y con Lady Chatterley; quería saber que significaba hacer el amor, que se sentía, que era aquello tan intenso que había sido censurado y condenado a las estanterías más alejadas de la biblioteca. Siguió entonces contemplando al capitán con una sonrisa mientras le tomaba el sexo con la mano derecha y lo dirigía al suyo recostándose otra vez encima de él.
      Así, entre la sangre y el sudor, Inés pudo sentir el calor del sexo cuando unieron sus cuerpos en aquel acto de amor. La doctora se sentó sobre el miembro de su compañero de soledad y empezó a subir y bajar con suavidad para encontrar el placer en el dolor prematuro. Algunas lágrimas fueron derramadas, pero el capitán, quien también se sentía perdido en la situación, la tomó de la cintura y la fue penetrando más y más.
      Poco a poco el sufrimiento de la virginidad deshecha fue opacándose por el tierno tacto de un par de brazos sujetándola fuertemente contra su cuerpo. Sentía que iba a romper en llanto en cualquier momento, no sólo por el dolor entre las piernas, sino por la dicha de haber encontrado a su valiente caballero en aquel momento de su vida donde no sabía si podría seguir soñando. 
      Poco a poco también la melodía de la lluvia cayendo sobre el gran valle se fue terminando. El rocío tocaba algunas notas esporádicas sobre el agua, pero todo llegó a su fin cuando los rayos del sol se abrieron paso por las oscuras nubes del diluvio y Ezequiel, irremediablemente, soltó pronto el cuerpo de la valiente doctora al llegar el clímax de su sexo. Así entonces el silencio se apoderó del mundo en un cálido abrazo.
      Momentos después, cuando la pareja se hallaba dormida entre los asientos malgastados, el gran ciempiés sintió que su trabajo había terminado pues se desprendió de las vías marinas y emergió lentamente del agua ante la mirada asombrada de los dos jóvenes aventureros, quienes se despertaron con los primeros estruendos. 
      Ezequiel abrió la ventana contigua y subió al techo del vagón cuando ya el tren se encontraba sobre la superficie. Después le dio la mano a la gran bibliotecaria para ayudarla a subir y se sentaron envueltos en la manta gruesa a ver al sol meterse entre las montañas que ahora parecían bastante enanas. La chimenea comenzó a expulsar su fantástico humo blanco y finalmente se fue perdiendo este entre las nubes del cielo.
      Se quedaron ahí toda la noche, esperando a la luna, a las estrellas y al alba que iría a anunciar el próximo amanecer. Se quedaron también los días siguientes, nadando, haciendo el amor que venía en los otros cuentos de hadas y comiendo duraznos, peras y manzanas de los arboles que habían logrado escapar de la inundación. Fueron haciendo de ese mundo el que había soñado la joven Inés de luces brillantes y estructuras ancestrales. Sueños de la misma chica que esperaba siempre, a las tres y cinco de la tarde, a que pasara el tren que la llevara lejos.
      Claro, ahí en su nuevo mundo no había viejos gnomos tristes o hadas de alas rotas o sirenas de voz perdida; sin embargo, si había ahí una princesa que terminaba de reponerse el corazón y un caballero que, aún sin caballería, siempre velaría por protegérselo.


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