viernes, 17 de julio de 2009

Yo también detesto a Bogart


Yo también detesto a Bogart
Por J.P. Medina


“¡Dios mío! ¡Sólo un momento de bienaventuranza!
Pero, ¿Acaso eso es poco para toda una vida humana?”
Noches Blancas, Fiedor Dostoyevski

Que sí, Abraham, ¿De que carajos me puede servir a mi mentirte? Tu me sirves la bebida, aquí tu tienes el control, yo solo me limito a contarte lo que sé de los viajes a Pangea; y lo que sé esta noche es eso mismo que vengo diciéndote desde temprano, desde que abriste: que yo también detesto a Bogart.

No, no estoy loco. Pero carajo… ¿Qué dices? ¿Qué ha preguntado por mi? Bah, como si me importara. Créeme, no me hace falta, no la necesito. Aquí todavía nos queda el nombre de Pangea. Ese mismo que eligió para dárselo a esta tierra; y por lo tanto, hay que romperse la espina por Pangea, camarada, para creer que reunificamos naciones. Así de diplomáticos, nada mas.

Ya, vamos, sírveme otro escocés, a mi pendejadas no, y pobre de ti si te pones quisquilloso y paternal con las cantidades. Mira Abraham, carajo, dejas al hielo hacer todo el trabajo, no le das al whisky ninguna oportunidad de ponerse atento a la línea más allá del corte de vidrio. Debe poder verse el alcohol tan separado de Escocia, solo así sabemos que vale la pena, viejo amigo.

Pero no, no insistas, ¿Qué quiere saber que he hecho?, ¿Que como he estado?, Chingada madre, Abraham, mírame, pero mírame bien ¿Qué es acaso tan difícil describirle el estatus?, Lo tengo tatuado en toda la cara. Pero no, para nada, lo que tu quieres es que cante. Lo que tu quieres es que le escriba sonetos y orquestas para piano y a capela; tu quieres verme derrumbado de una puta vez para contártelo todo como contándoselo a ella.

¿Qué que es lo que le contaría? Antes que decirlo te lo escribo en servilletas. Pero espera, que no termino de decirte porque es que yo también detesto a Bogart.

No, idiota, para nada, sus películas son lo de menos, su cirrosis me da igual y sus mujeres, todas trenes. No, a Bogart hay que odiarle por canalla, por arruinarme Pangea con sus sueños de ver a todos venir al bar de Abraham. ¡Estaba tan jodidamente obsesionado! Y no, no lo conozco. Es más, no creo haberlo visto nunca en mi vida. Pero maldita sea, yo también detesto a Bogart.

Porque somos muchos los que lo odiamos ¿Lo sabías?, No te burles, club de los fracasados mis huevos, ¿Tienes fuego? Gracias. Ahora que recuerdo, a Sarah le encantaba apagarme los cerillos en la boca y con la boca, aunque creo que lo que le pesaba realmente era verme inflándome el ego con humos de tercera. Mejor los besos, idiota, ínflate de ellos, decía. ¡Ah, Diablos! Abraham, detenme, no me hagas hablar más de Sarah en estos momentos, apenas si puedo recordar a Bergman, a Ingrid o a Ilsa Lund; recordar a Sarah sería fatal y uno ya no puede aguantar el desangrarse con la facilidad que se tenía de joven.

Pero puta madre, escribe tu, se me ha olvidado como era escribir. No, no, escribir idioteces como sea, pero escribir así, tan comprometido, es una bofetada a mano limpia, compañero. Deja, borra el Querida, que no se le ocurra pensar que la extraño. ¿Qué a que viene esto? Querida es para las tórtolas del árbol de navidad, Abraham, para las que están unidas del pico y tienen una sola cuerda cuidándoles las alas. No se vayan a caer y entonces ahí si que hacemos. ¡Ni llorar!

Ah, pero te decía, quítale el Querida, déjale los puntos suspensivos.

Ahora déjame hablarle a la servilleta como hablándote directamente a ti, Sarah. La servilleta ya no existe, no pienses en ella, es quizá solo un recuerdo del relieve de tu falda, algo irregular que no parece sanar ni cuando dejaba caminar mis dedos por encima de tu piel; pero muy por debajo del contorno del gran velo, por cierto.

¡Y como odiaba todos tus lápices labiales! Quería hacerlos arder. Los odiaba casi tanto como detesto a Bogart, solo que esto con más envida que coraje. ¿Y cómo no hacerlo si los infelices pedazos de cera gustaban de pasearse desnudos por encima de tus labios? Figúratelo, estuvieron ahí cuando te conocí y estuvieron ahí hasta que te marchaste. Puras epopeyas troyanas, puta madre.

¿Qué si me acuerdo de cuando nos conocimos?, Boba, como olvidarlo. Apenas levantaba este lugar y ya se nos había muerto otro pianista (Que por cierto, para estas bestias de notas tan adversas y dientes imperfectos mejor traer dentistas, que no se me olvide preguntar los precios). Y sin otra cosa que pasarnos el duelo esa noche entraste con toda la elegancia de ser Ilsa Lund. La misma mirada, la misma sonrisa, el mismo encanto de ver una boca tan perfectamente delineada por los bandidos rojos.

Vamos, si hasta tenías incluso ese artilugio de accesorio para la muñeca de un Lazlo que no combinaba con tus zapatitos de tacón. Bastante curioso.

Puta madre, ¡Y los hombres! Se enganchaban de ti como buscando que los eligieras para otro detalle en la ropa, quizá de pendientes que decorarle a tus orejas. Era cosa de risa. Y sin embargo tú sencilla, tú callada, riendo entre dientes no se qué carajos con el miserable de Lazlo allá lejos, sin soltarte el brazo.

Y no es que yo no quisiera quererte querer como querían que los quisieras los demás hombres. Trabalenguas. No, para nada, pero uno lo piensa, porque sabes que está ella hasta allá y tú te quedas aquí. No porque esté lejos, sino porque temes quererla más aquí que estando allá. Que caos.

No me crees ¿Verdad? No te culpo, me conociste así, cínico y desvergonzado. Arrebatado por el deseo de mandármelos a todos al diablo porque sé que necesitar a alguno era romperme las piernas sin consideración de las mismas. A esas si mis respetos, claro miladi, y más si tenemos explosiones de vino tinto en el cielo y no sabemos si tendremos que correr cubriéndonos con un triste pedazo de nota roja.

Y yo también detesto a Bogart ¿Te lo he dicho? Últimamente lo repito tanto. Abraham ya no quiere ni verme a los ojos con temor de que se lea con facilidad el escalofrío de su nombre. Pero será bruto, demonios, temerle no es lo mismo que odiarle. A Pangea hay que temerle, por ejemplo. ¿Cómo no sentirle pavor a un mundo nombrado así por ver a Bergman platicar? Esta tierra no tenía nombre. Tú se lo diste y a todos aquí nos encantó.

Pero te decía. Aquí toda la gente detesta a Bogart; y ni hablar de mencionar aunque sea un poco a Humphrey que de repente empiezan a perderse tiros y uno termina creyéndose toda esa mierda de la ruleta rusa. Así mientras pasa el tiempo.

Entonces tú estabas tan locamente enamorada de mí y yo bebía para no saberlo. Demonios, y el ridículo de verte tan abandonada las noches siguientes, que porque no querías ver más a Lazlo pero no sabías como mandártelo a chingar a su madre (perdona el francés, es una lengua que se suelta cuando a uno ya no le ve diferencia a los idiomas). Pero tranquila, no, sin sugestivas, el ridículo no estaba en tenerte sentada a mi lado sin decir una palabra, suspirando mientras me veías autodestruirme con las transfusiones de sangre. No, la vergüenza estaba en hablarte de romperme la espina por Pangea porque sé que tu no tenías la culpa de lo que esta tierra tan impredecible me había marcado con cicatrices la espalda; de cómo había asesinado a todos los que alguna vez no detestaron a Bogart.

Es todo esto de las trasfusiones, te digo, pero mejor vamos a tomarnos una pausa, chica. Abraham se está muriendo de risa y me da miedo que se le vayan las letras por otro lado. Es un temor de que se le salga hasta más allá de Quien-sabe-donde y se le olvide que la servilleta no está a la mitad de una bocanada de risa. Que lío.

Anda, Abraham, ya cierra el hocico, sino vas a cuidarme las espaldas entonces por lo menos sírveme otro trago. ¿Qué ya son suficientes? No me jodas, ni tú eres Jim y yo mucho menos Henry Chinaski. A mí no me interesa beber todos los días, solamente a todas horas.

Vamos, no le hagas caso, Ingrid. ¡Pero escribe, hombre! ¿No estabas tan ansioso de verme fracasar aquí mismo sobre la banca? Uno empezaba a disfrutar esta frontera de una barra de madera y ahora me dejas solo. Es difícil vivir de inmigrante, cabrón. Hay que estar atentos a patrullas y los francotiradores; y lo mejor que puedes hacer es servirme otro trago.
Míralo, es exactamente así, como cuando tú estabas aquí Ingrid. Como cuando me escondías notitas bajo la mano ya cansada diciéndome que me adorabas y que llorabas porque te contestaba con cualquier estupidez.

No era por ti, muñeca, ya lo sabes. Era toda esta necesidad de ver a la barra como una madre que me acogía en su seno, alcohol y mas desgracia. ¿No te es suficiente? Nunca lo es, no te preocupes. Me basta saber la cara que tenías al mirarme.

Ya, Ingrid, no se me olvidan las cartas, créeme. Ya se que ahí viene todo esto, yo se que ahí hay mas historia que la que teníamos. Pero ¿No es acaso justo para el juez escuchar las dos versiones de lo tanto que detesto a Bogart? ¡Hay que enjuiciarlo de inmediato, Sarah! Hay que hacerle ese bien común al pueblo, para que Pangea vuelva y se reunifique. Por los bienes diplomáticos, caramba. No es justo que siga allá afuera separando los islotes, para nada.

¿Pero que te pasa, mi querida Bergman?, ¿Ahora ríes?, Mirala, Abraham, uno aquí ahogándose en la mierda y a la dama se le antoja reírse. Si, tu también lo has hecho, pero de lo que te venga en gana a ti no me importa, hasta te invito. Ahora que Ilsa, bueno, si Ilsa se ríe es que ya todo se ha ido al diablo. Sin posibilidades de redención.

¿Qué no es eso?, Vamos, pues habla claro mujer, si ríes ríe con ganas, ¿Qué te has acordado de algo?, Es el peso de la memoria, nena, nada de lo cual impresionarse. Yo todavía tengo que cargar con la mía, con el tiempo en el que no quería detestar a Bogart, que no quería nada con Pangea y cuando ni siquiera sabía si decidirme entre llamarte Bergman, decirte Ingrid o no muy lejos de Ilsa Lund. ¿Sarah? De Sarah no me hables, Sarah me arruina el porte de infeliz. Como si no le hubiera bastado decir que se moría por volverme a ver.

A Lazlo ya ni lo he visto. Dicen que se aparece algunas noches por la casa y rompe mis ventanas. Habla no se que carajos de clavarme un cuchillo por la espalda pero eso a mi ya no me sorprende tanto. Lo que sí es pensar en la rosa blanca, ¿Qué era exactamente eso de lo que te acordabas?, Tan fácil como hubiera sido eso, Ingrid. Si, como no pensar en ello, aun me falta tanto el aliento de haber corrido hasta tu casa y dejarte la rosa sobre la acera.

Si, lo se, hubiera sido mas fácil esperar hasta el día siguiente. Si, también se que tu estabas ahí aunque nadie mas te viera y que con lo bueno que hubiera sido despertarte. Pero no, es que tu no entiendes, lo mejor era pasearse de ninja, andar sigiloso muy por debajo del balcón para que la rosa blanca fuera la panorámica del día siguiente. Nada mas una foto instantánea descansando en el banquillo.

Ya lo sé, ya lo sé, ahí empezó todo. Ahí ya nos habíamos deshecho de Lazlo y era una carrera todos los días por no saber que tenías para mi a medida de que el tiempo pasa. Nunca me había sentido tan enfermo, tan desafiado, tan roto de las sienes.

Y reías, porque no sabías hacer otra cosa. Llorabas, porque te faltaba perder algunas fichas más del ajedrez. ¿Dónde estamos, corazón?, En Pangea, querida, Pan-ge-a ¿Lo has olvidado?, ¡Qué va! Ya estamos aquí, solo perdí el sentido.

Mientras tanto aquí en el bar seguían muriéndose pianistas. Aún sigo pensando en la posibilidad de una ortodoncia de emergencia; debe ser que el piano está con las muelas picadas y por eso tanta furia. ¿Y a quien puedo pedirle entonces que vuelva a tocar As time goes by?, Con lo que me gusta esa canción. Hay algo en ella que me hace detestar tanto a Bogart y a la vez me llena otra copa de whisky. Aprende de ello, Abraham, así se sirven los tragos, con piano y a Sinatra, chingada madre.

Pero que va, mi querida Ilsa, ahora todo es melodía premeditada, rasgueos a unos acordes pesimamente involucrados. Todo es diferente, toda la música es insípida y de trastes predecibles. Hasta las notas lo sienten, hay Do, Re y Mis tan apenados que no quieren salir. Y no los culpo.

¿No era mejor bailar As time goes by, muñeca? Así, juntitos los dos, dejando que te recostaras sobre mi pecho mientras nos mecíamos como péndulos de reloj. Un poco a la izquierda y ni pensar en hacerlo más sobre la derecha. Y si, allá afuera quizá revoluciones, quizá boicots y otras pendejadas, pero adentro solo tu, yo y el piano (que en ese entonces se aguantaba los dolores de boca, también le gustaba verte bailar, me lo ha dicho la otra noche).

¿Hasta ahora se te ocurre preguntarme porque detesto tanto a Bogart? Mujer, que apresurada, siempre a la carrera, siempre inquieta. Que energía, que cansancio el mío de perseguirte por la noche. Me veía en el espejo y al otro lado un gigante que solo sabía decir mil veces: “Ya no queda fuego en el infierno”. Puta madre.

Sí, vamos al final, te daré el gusto. ¿Qué no es gusto?, ¿Qué solo es hacer llegar de una puta vez?, Como ves, Abraham, ese si es valor carajo. Ya sé que debería aprenderle eso pero yo ya estoy muy viejo para las interpretaciones. ¿Nos vamos?, Un rato mas, hombre, todavía quedan pilas de servilleta. No, no jodas, no nos clausuran, nos necesitan. Aquí todo el mundo nos necesita.

Vamos, que hasta el día en que no llegué todos se extrañaron. Venían molestos a reclamarte todo el chiste de que nada me servía ausentarme de las exigencias de Pangea para ir a verte a ti, Ingrid. Que les valía madre que fuera la última noche y que a nosotros no nos quedaba ni siquiera París.

Si, esa noche se separaba Pangea. Me di cuenta mas tarde de ello, cuando ya no estábamos sentados juntos mirando y no mirando al televisor. ¿Tu si la veías? Mentirosa. Ahí no nos acordamos de nada. Solo se que de un momento al otro corríamos porque nos perseguían algunos soldados de lata. Abraham dice que era el tiempo, pero a mi no me consta el hecho. ¿Qué le importa al tiempo que uno corra o no corra?, ¿Qué tiene de atractivo ver salir a dos jóvenes al fresco, de subir tus maletas y no mirar atrás?

Y allá afuera no existía nadie ni nada. Eras Bergman pero por primera vez en tu vida eras Sarah. Ni siquiera Ingrid y mucho menos Ilsa Lund.

Si, lo sé, no fui a verte partir, ni porque eras realmente Sarah y debía ser estúpido para dejarte ir. Pero no, no quise darle a Bogart esa última satisfacción. Llegué dos horas después, querida, aun a tiempo para el caos de riachuelos humanos, los murmullos con sabor a despedida y la estúpida turbina de la avioneta 43 llorándome como si hubieras sido tu misma la que me llorara.

Y ahí me quedé un largo rato. ¿No te dije, Abraham? Estuve ahí el tiempo suficiente como para poder afrontar el hecho de que yo también detesto a Bogart; porque cuando menos lo esperaba yo ya era el rastro de lo que Bogart fue alguna vez, un miserable arrepentido por la idea de no haberla visto dormir a la par. Eso era, todo se resumía a ello.

Curiosamente, en algo Humphrey tenía razón… no deberíamos cambiar el whisky por el Martini. Puta madre.

¿Y el último trago? Bueno, pues este va por ti, muñeca.

Salud.

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